domingo, 2 de septiembre de 2018

El Modo Fantástico (FANTASY)


El Modo Fantástico (FANTASY)


La literatura fantástica es una marca que identifica a la cultura  argentina del siglo XX. Heredera de la tradición de Europa, en especial de la inglesa, impregnó las lecturas de los más importantes autores, tanto que inspiró a algunos de ellos a escribir de este modo. Mucho se ha escrito acerca de la literatura fantástica, principalmente a partir de 1970, año en el que Todorov publicó su Introducción a la literatura fantástica. En esta obra, él define a esta clase de literatura como perteneciente a un género aparte. Sin embargo, otros autores prefieren hablar de modo fantástico o simplemente de fantasy, ya que es una especie que se halla presente desde el inicio mismo de la literatura y tiene cultivadores en todas las épocas. Rosemary Jackson[1] (1986) explica que la palabra fantasy se aplicó a cualquier tipo de literatura que no tuviera una representación realista: mitos, cuentos de hadas, cuentos de horror o ciencia ficción, es decir, a todo aquello que representa la existencia de lo inabarcable para el ser humano, aquello en lo que se esconde lo oscuro que no se puede comprender por la razón y que no tiene un correlato en lo que es fácilmente comprobable o que resulta imposible hacerlo. Lo propio del escritor es producir mundos imaginarios. 



Algo fantástico violenta lo que se entiende como posibilidad y, en literatura, construye una nueva realidad en sí misma. Jackson se remite al crítico ruso M. Bajtín (1895-1975), quien considera que el fantasy proviene de la «menipea», un género que rompía las probabilidades del realismo histórico; combinaba pasado, presente y futuro; daba como posibles los diálogos con los muertos o los estados de alucinación, sueños y desvaríos, además de transformaciones y situaciones extraordinarias. Para los críticos, la «menipea» es una sátira en prosa, y como ejemplo de ella se señala El asno de Oro de Apuleyo (s. II), única novela completa que se conserva de la Antigua Roma, en la que el protagonista, muy interesado en la magia, termina convirtiéndose en un asno.

Si de diálogos con muertos o de descenso al inframundo se trata, es imposible soslayar la referencia al Canto XI de La Odisea o al Libro VI de la Eneida, en los que ambos héroes descienden al infierno para conocer lo que la suerte que les depara. En el siglo XX, Jean Paul Sartre (1905-1980), citado por R. Jackson en el libro ya mencionado, define lo fantástico como una literatura en la que se desconocen los significados definitivos. Para el filósofo francés, el valor de lo fantástico es establecer una forma perenne y diferente como óptica para leer dentro del mundo moderno materialista y secularizado, ya que en el fantasy se muestra un mundo natural transformado en otra cosa. Así se crea un orden alternativo, un territorio dislocado que lleva a salir de lo confortable y seguro.

De ahí se concluye que lo fantástico necesita de lo real para existir. Por ello, la definición más común de esta especie explica que, dentro de un mundo tal como lo conocemos, aparecen hechos o seres extraños, que descolocan de lo real y producen hesitación tanto en los personajes como en los lectores. Roger Callois (citado por Jackson) señala que «lo fantástico implica siempre una ruptura del orden reconocido, una irrupción de lo inadmisible, dentro de la inmutable legalidad de lo de todos los días». Por su parte, Mignon Domínguez [2](1984), en referencia a este tema dice: «… el relato fantástico no contradice las leyes del realismo literario, sino que muestra el irrealismo de estas leyes cuando la actualidad se considera problemática».

Como ejemplo de lo precedente se puede citar el cuento de H. G. Wells Historia del difunto Señor Elvesham[3]. Este cuento plantea un mundo conocido, ya que la historia se localiza en la ciudad de Londres en el siglo XIX y menciona espacios habituales, calles y estaciones de trenes que existen aún en nuestros días, es decir, que sobre el escenario de lo real aparece lo que disloca ese espacio de comodidad; ese mundo real se vuelve extraño por la posibilidad de que alguien pudiera poseer la fórmula de la juventud, tan deseada desde antiguo, pero a su vez con ello producir el mal en el otro. Como vemos, lo fantástico moderno implica un escape frente al mundo secularizado y materialista (Sartre). Ya no se está en el ámbito del mito o lo religioso. Se entra en los escollos de la mente humana, que es capaz de trastocar la realidad y producir esa duda que es la esencia de la literatura fantástica moderna. Aquí se pisa el mundo de las ensoñaciones, las cuales también forman parte de la realidad, porque se trata de dar coherencia a lo narrado. A través de las dudas y preguntas se pretende poner la historia fantástica dentro de los cánones de lo conocido y palpable, así como se tratan de inscribir en espacio y tiempo las disparatadas imágenes que aparecen en nuestros sueños, cuando queremos contarlos.

La posibilidad de formular preguntas sobre los relatos fantásticos y la habilitación para dar diferentes argumentaciones como respuestas sobre el significado de las historias, motivaron al crítico T. Todorov a hablar de vacilación, tanto en los protagonistas como en los lectores, quienes no pueden ni aceptar ni desechar los fenómenos que les fueron narrados. Dentro de la clasificación de lo fantástico, este autor también hace referencia a lo maravilloso y lo extraño. En lo maravilloso literario se crea un verosímil en el que el mundo de la magia, con personajes tales como hadas o duendes, no son cuestionados por el lector, como tampoco las resoluciones mágicas de las historias.

Otra categoría es la de cuento extraño. En éste se crean todas las condiciones como para que el lector entre en el mundo de lo fantástico, pero en estos casos hay un giro más puesto que lo que aparecía como inexplicable, dentro de lo ficción narrada, es en el desenlace, perfectamente racional. Estos cuentos o novelas deberían inscribirse dentro de un verosímil realista sin dar lugar a tantas categorizaciones. En ellos hay un juego retórico en el que la habilidad de la voz narrativa conduce al lector por un sendero que aparenta fantástico o terrorífico y cuya resolución, luego, resulta risible o sorprendente.

La escritora Ana María Shua[4] (2016) expresó en una conferencia que, para ella, la literatura argentina es fantástica puesto que es normal que se combinen, en un mismo libro, cuentos realistas y fantásticos, sin previo aviso, porque la literatura fantástica no es considerada un género, sino simplemente literatura. En este sentido Shua señala que: “los argentinos no sentimos que nuestra realidad sea mágica y barroca, sino más bien sobria y extremadamente absurda. Más kafkiana que garcíamarquesca” Se podría explicar este fenómeno a raíz de la escasa influencia que tuvieron, en el habitante porteño al menos, las culturas originarias. Más bien la cultura que llegó al Río de la Plata fue libresca, imbuida de las modas europeas y poco, o nada, se fusionó con lo originario.

Las clasificaciones de lo fantástico se hacen muy difíciles. Adolfo Bioy Casares ensayó una suerte de explicación en su prólogo a Antología de la Literatura Fantástica de 1940:

“Los cuentos fantásticos pueden clasificarse, también, por la explicación:

a) Los que se explican por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural. b) Los que tienen explicación fantástica, pero no sobrenatural ("científica" no me parece el epíteto conveniente para estas intenciones rigurosas, verosímiles, a fuerza de sintaxis). c) Los que se explican por la intervención de un ser o de un hecho sobrenatural, pero insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural (Sredni Vashtar de Saki); los que admiten una explicativa alucinación. Esta posibilidad de explicaciones naturales puede ser un acierto, una complejidad mayor; generalmente es una debilidad, una escapatoria del autor, que no ha sabido proponer con verosimilitud lo fantástico”

Pierre Verdevoye señala que el ser humano que vive en una época de cuestionamientos, de subversión de valores y en la que todo es relativo, manifiesta su desconcierto y se rebela contra lo lineal, para reproducir literariamente, los oscuros mundos interiores en los que se plasman las dudas y el temor. Estos elementos fantásticos pueden ir tomando diferentes dimensiones, puesto que también es fantástico aquello no nombrado que va ocupando la casa de la que habla Julio Cortázar (1914-1984) en su célebre cuento Casa Tomada[5]. Así se produce un extrañamiento muy profundo de la realidad por eso, aunque no se mencionen elementos sobrenaturales o apariciones fantasmagóricas, el trastrueque de lo conocido produce el horror.
Antecedentes de la literatura fantástica en Argentina: Eduardo Holmberg 

Eduardo Holmberg (1852-1937) fue un científico y escritor argentino a quien se debe la introducción de la ciencia ficción en la literatura del Río de la Plata. Según el crítico Carlos Abraham (2015), es el autor más relevante de su generación, ya que construye su obra fantástica con continuidad, sobre la base de una gran imaginación alimentada con múltiples lecturas y en la que confluyen las corrientes de pensamiento de su época, como el positivismo y el darwinismo. Holmberg fue un hombre polifacético que alternó su vida científica y docente con la literaria. En este sentido, es un claro de exponente de la llamada, en Argentina, Generación del ´80. El investigador Oscar Terán (2008)[6], señala que este período de finales del siglo XIX y principios del XX, período de vida y producción de Eduardo Holmberg, se caracteriza por los importantes procesos de modernización que transforman el panorama social y cultural en la Argentina. Se concluye con la estructuración del estado nacional, se produce la federalización de Buenos Aires, se sanciona la ley de educación laica y surgen los registros civiles. Esto implica que, al menos de manera legal, se produzca una separación entre lo estatal y lo religioso. Esta situación, en palabras de Terán, es “un desencantamiento del mundo” en el que lo científico va a ocupar el espacio que antes tenían las argumentaciones religiosas. 




Horacio Kalibang o los autómatas tiene una clara influencia del cuento El Hombre de Arena (1817) de E.T.A. Hoffman. Si bien no hay certezas de que Holmberg lo conociera, se conjetura que muy posiblemente lo haya leído en su idioma original. El cuento de Hoffman, además de la figura de la autómata Olimpia, plantea los traumas de Nataniel: un hombre al que de niño lo aterrorizaban con la aparición del hombre de arena, si no se iba a dormir temprano. El protagonista asocia que el abogado Coppelius, de aspecto desagradable y quien rechazaba a los chicos, es ese ser siniestro de sus miedos. El padre de Nataniel había muerto haciendo experimentos alquímicos con el mentado Coppelius, lo que había aumentado la carga de rechazo que el joven sentía por el maldito individuo.

Años después y comprometido con Clara, Nataniel cree hallar, en el vendedor de barómetros Coppola, a la figura metamorfoseada de Coppelius. Coppola le vende un anteojo con el que puede mirar el interior de la casa del profesor Spalanzani. Allí descubre a la hermosa hija de este sujeto y cae, inocentemente, en los engaños de Spalanzani, quien promueve las visitas de Nataniel a su hija Olimpia. Él, olvida a su novia y se sumerge en la pasión por una mujer inexpresiva, que responde escasas frases. Al final de la historia descubre la realidad, la mujer es una autómata.

Este cuento está marcado por lo siniestro y el terror, no así el de Holmberg que tiene aspectos irónicos y se centra en un personaje que pretende ser absolutamente racional, el burgomaestre Hipknock.

La historia de Holmberg, por el contario, no aborda temas psicológicos sino que muestra la capacidad del hombre de replicarse en autómatas, para engañar hasta a los más cautos racionalistas.

En ambas obras está presente la apetencia del hombre por entrar en relación, incluso amorosa, con los autómatas, como se verá en Horacio Kalibang o los autómatas.

En este cuento, la acción se inicia durante la fiesta de cumpleaños de Luisa, la hija del burgomaestre. Si bien se trata de un festejo para la joven, ésta permanece como adorno del marco y es mostrada de forma estática, y bastante poco generosa, por parte del narrador, aunque la muestre hermosa:

“Es una preciosa criatura, muy parecida a las lindísimas muñecas que fabrican en Nüremberg, mi ciudad natal. Con esto he dicho todo. Sus ojos de cielo tienen ese candor de la inocencia sin límites; su cabellera de oro cae en rizos a los lados de sus mejillas, rosadas como una aurora y frescas como la hoja de una lechuga, y sus labios, cual esas guindas de la Selva Negra, no sé qué reminiscencia despiertan en el paladar, a tal punto que algo húmedo se estremece y se desliza por el ángulo derecho de la boca.

¡Quince años! La edad más deliciosa para una mujer, porque no obstante tener ya en punto ese inconsciente que llamamos corazón humano, su cabeza goza del más etéreo y divino de los vacíos.

¡Quince años! La edad en que no se piensa en nada, so pena de pensar en algo menos...”

Frente a la inconsciencia y vacuidad de esta joven, suceden los hechos que interesan al lector. El narrador en primera persona, Fritz, es primo del burgomaestre. Durante la velada un comensal, Blagerdorff, desafía a Hipknock con la llegada de un hombre que puede perder el centro de gravedad. Se trata de Horacio Kalibang, un hombrecillo de escasa estatura y expresividad. Hipknock no se contenta con lo que ha visto, por ello de manera subrepticia persigue a Kalibang y descubre que un acompañante le da cuerda, por lo tanto no se trata de un humano, sino de un autómata. Hipknock no se altera por ello, ya que ha desvelado lo que resultaba irracional.

Holmberg, como positivista, deja abierta la posibilidad de que el conocimiento y la ciencia se desarrollen tanto que puedan dar las condiciones para que los humanos creen a otros humanos mecánicos, cuya perfección sea tal, que resulte difícil descubrirlos.

En el punto del relato en el que nos hallamos, hay un yerro importante en cuanto a la estructura narrativa, puesto que un narrador omnisciente se inmiscuye sin aviso. Es el que ha seguido a Hipknock , éste no concuerda con la voz narrativa de Fritz. Según Carlos Abraham (2015), la imaginación de Eduardo Holmberg logra que se desvanezca lo defectuoso de la estructura compositiva. Algo que no se le permitiría a un autor actual.

Hipknock, luego del descubrimiento sobre la identidad de Kalibang, es invitado por un fabricante de autómatas, Oscar Baum, a presenciar una extensa demostración de las posibilidades creativas, tanto que hasta le muestra que es posible replicar la escena del cumpleaños de Luisa, con los mismos personajes. En este lugar, aparece otra vez Fritz como el narrador en primera persona, puesto que está acompañando a Hipknock.

El relato se cierra como se abrió pero, en este caso, es la fiesta de casamiento de Luisa; los lectores no pueden saber si ha pasado mucho o poco tiempo en el medio de ambos festejos. Es fácil intuir que habrá un desenlace inesperado. El autómata Horacio Kalibang se presenta como regalo de bodas del primo Fritz y revela, a través de una carta, que el fabricante de autómatas es él mismo, quien despechado porque amaba a Luisa, se ha fabricado una autómata como ella.

Esta es la manera de hacer eterno el amor que ha sentido por Luisa: “(…) tengo su autómata, que me amará perpetuamente, sin cambio, ni mudanza, porque será mi amor grabado de un modo indeleble en las respuestas sinceras de sus resortes…”

Fritz se despide confesando que ha llenado al mundo de autómatas:

“Cuando, sumergido en el torbellino de la política, encuentres algún personaje que se aparte de lo que la razón y la conciencia dictan a todo hombre honrado... puedes exclamar: es un autómata.

Cuando, sumergido en las grandes batallas del pensamiento, tu adversario científico llame en su apoyo los misterios de la fe, puedes exclamar... ¡es un autómata!

Cuando veas un poeta que te pinta lo que no siente, un orador que adula al pueblo; un médico que mata, un abogado que miente, un guerrero que huye, un patriota que engaña, un ilustrado fanático y un sabio que rebuzna... puedes decir de cada uno de ellos ¡es un autómata! Sí, Hipknock, sí: he llenado el mundo con los productos de mi fábrica.

Recuerda con frecuencia (…) a tu primo Fritz. Persiste en tus ideas: ¡son la luz del porvenir!”

Este final, cuyos párrafos están estructurados a modo de paralelismo poético, es como un canto de fe en las posibilidades de la humanidad, a lo malo sólo lo harán los autómatas.

Holmberg, a pesar de sus múltiples conocimientos científicos, no analiza ni busca dar coherencia a lo fantástico. Su cuento se inscribe dentro de lo que se conoce como literatura de anticipación. De hecho, en la actualidad, la robótica se ha desarrollado mucho. En cierto sentido los autómatas de Holmberg son predecesores de los robots de Isaac Asimov, sólo que éstos son capaces de copiar las malas cualidades humanas o de desarrollar un pensamiento propio.

Tanto en Horacio Kalibang y los autómatas, como en El Hombre de Arena, aparece una imagen desprestigiada de la mujer en cuanto a su inteligencia, ya que en el cuento de Holmberg, Fritz se contenta con fabricarse una novia autómata con el aspecto de Luisa, de la que dice en la primera parte del relato: su cabeza goza del más etéreo y divino de los vacíos, a pesar de que le parezca muy hermosa. Algo similar sucede con la autómata Olimpia de El Hombre de Arena; a los ojos de Nataniel, es amable aún cuando sólo sepa repetir unas pocas palabras y sea totalmente inexpresiva. En ambos casos a los enamorados les ha interesado, solamente, el aspecto externo de las jóvenes.

El burgomaestre Hipknock es el portavoz del ideario cultural que compartían los hombres de la Generación del 80: "Las sociedades científicas —dice— tienen derecho de ser la razón; el pueblo no tiene más derecho que ser el sentimiento; para el sentimiento, hay Dios; para el sentimiento, hay un alma inmortal."





[1]
JACKSON, ROSEMARY (1986), "El modo fantástico", en: Fantasy. Literatura y subversión,
Catálogos, Buenos Aires. Seguimos su exposición por ser muy completa

[2] Mignon Domínguez , CUENTOS FANTÁSTICOS HISPANOAMERICANOS, Buenos Aires, Huemul , 1984

[3] AAVV Noches de Pesadilla, Buenos Aires, Alfaguara, 2012
[5] Este cuento apareció en el libro BESTIARIO de 1951 y recibió múltiples interpretaciones.
[6] Terán, Oscar, HISTORIA DE LAS IDEAS EN LA ARGENTINA, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

miércoles, 2 de mayo de 2018

PRIMER AMOR de Antonio Dal Masetto Y la producción de un guión



GUÍA DE ESTUDIO  para la producción de un guión


A partir del cuento PRIMER AMOR de Antonio Dal Maseto produciremos un guión. Para ello, primero debemos familiarizarnos con el cuento




PRIMER AMOR  de Antonio Dal Masetto

En  aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.
      Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
        Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
        Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
        Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.
        El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
        Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes,  cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.  Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
        Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.  Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
        Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
        —Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
        No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
        —Dejalo ahí, sobre la mesa.
        Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
        —Esperá.
        Me detuve.
        —¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
        Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista.  Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
        —Vení —dijo Renata.
        La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.
        —¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
        —Un rosal —contesté.
        —Eso es lo que parece —dijo.
        Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
        —Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer.  Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
        Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí  el chillido de los pájaros.
        —Dame la mano —dijo ella.
        Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al  rosal  para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar,  sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
        —Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
        Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
        Ella volvió a hablar.
        —Andate —dijo.
        No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
        Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.

1- Relacioná el contenido biográfico de este cuento con la vida del autor, para ello   lee https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/23-51139-2010-12-28.html 

2- ¿Cómo se describe a Renata? ¿Qué se  nos dice de ella? Establecé una relación entre ella y personajes femeninos de la Antigüedad caracterizados por la maldad y la belleza.
https://www.mdzol.com/nota/261029-las-mas-malas-de-las-malas-mujeres-perversas-de-la-historia/

3- ¿Cómo describe el narrador las sensaciones producidas por el enamoramiento? 
4- ¿Qué historia fantástica le cuenta Renata al narrador? ¿En qué sentidos tiene vinculaciones con el amor? 
5- ¿Qué obsesiones quedan expuestas en la historia? 
6- ¿A través de qué datos se evidencian las diferencias sociales?
7- ¿Qué comparación se puede establecer entre el cuento Primer Amor y las escenas de Grandes Esperanzas que vimos?

PRODUCCIÓN DE UN GUIÓN LITERARIO.

Aquí tenemos el ejemplo del guión de Grandes Esperanzas.  En él podés observar que se indican los lugares de la acción y se describen las escenas. Como nosotros estamos en el colegio, no creo que filmemos la historia, por eso es  necesario que atendamos a la redacción de los diálogos para que la acción avance en ellos. Por otra parte es importante que   tengamos en cuenta que las descripciones se hacen con los verbos en presente

1 EXT. MARSHES, KENT - DUSK 1 

A boy runs across the dark, flat wilderness of the North Kent marshes. A bitterly cold December evening, the misty light is fading and the boy races as if trying to outrun the darkness. This is PHILLIP PIRRIP - ‘PIP’. He is eight years-old. 

2 EXT. CHURCH, MARSHES - 

A small, squat church sinks on the boggy ground. A yew tree - PIP snaps off a twig and adds it to the forlorn bunch of wintery sticks he carries. A modest tombstone bears the inscription; Here lies PHILLIP PIRRIP late of this Parish. Also GEORGIANA, wife of the above. Also ALEXANDER, BARTHOLOMEW, TOBIAS, ABRAHAM, ROGER. Five tiny lozenge-shaped graves mark the childrens’ final resting place.

PIP lays his modest tribute and sets about brushing away the weeds and dead-leaves that clutter the grave - - as an IMMENSE FIGURE looms behind him and snatches him up. PIP goes to cry out, but a filthy hand is clamped across his mouth as he is hoisted, weeping and struggling, into the air. 

THE CONVICT MAGWITCH,   Hold your noise! Hold your noise, you little devil, or I’ll cut your throat!   Tell us your, name! Quick! 

PIP  Pip! 

MAGWITCH Once more! Give it mouth! 

PIP  Pip! Pip, sir!

Then PIP is flipped upside down, held by his ankles, shaken. 

MAGWITCH  Got wittles on you, boy? Tell me! 

PIP No, sir! - then upright again, he’s seated on a tombstone, his tiny face held in massive, manacled hands. 

MAGWITCH  What fat cheeks you ha’got. Darn me if I couldn’t eat em. Where’s your mother?

 PIP  There, sir! (MAGWITCH flinches -) ‘Also Georgiana’, with my father. My brothers too. 

MAGWITCH An orphan, eh? Who d’you live with? That’s supposin’ I let you live. 

PIP  My sister, sir - Mrs Joe Gargery, wife of Joe Gargery, the blacksmith, sir... 

MAGWITCH Blacksmith, eh? (a moment) You know what a file is? 

PIP  Yes, sir. 

MAGWITCH And you know what wittles is? 

PIP Yes, sir, food, sir. 

MAGWITCH (breath hot on PIP’s face) Now I ain’t alone, as you may think I am. There’s a young man hid with me in comparison with which I am an angel, has a secret way of getting at a boy, and at his heart, and at his liver, so that they may be roasted and ate. It is in vain for a boy to hide from that young man. A boy may lock his door, may tuck himself up, may draw the clothes over his head, and that young man will softly creep and creep his way to him and tear him open...

Estas indicaciones te pueden servir para la escritura del guión LITERARIO: 
https://www.youtube.com/watch?v=PDPxbjgySK4&t=12s

https://www.youtube.com/watch?v=mFeYc-VM4cI&t=67s

lunes, 23 de abril de 2018

El Biyi-Biyi de María Esther de Miguel


El Biyi-Biyi de María Esther de Miguel


LLEGAMOS JUNTOS  Biyi-Biyi  y yo. Yo llegué al amanecer, cuando las primeras luces del día progresaban en el pueblo y se extendían por las calles polvorientas y las casas chatas, de ásperas paredes sin revoque y techo de brillante cinc o de alisada paja. El llegó de tarde, con el día que se iba, cuando el sol, volcado sobre la sutura de un horizonte de trigo y lino, se demoraba en las últimas casas, en los lejanos árboles, en aquel ombú grande y viejo que custodiaba la incierta entrada al pueblo. Pero llegamos el mismo día. Y el mismo día, también, a los dos nos fue dado un nombre. Nos lo dio mi padre.
          
Bichito, dijo ante mi cuna sin pensar en la perduración que le cabría al nombre tan ligeramente improvisado que iba a oscilar, desde entonces, entre extrañas gradaciones: y así será bichito de luz –cuando yo me portaba bien- o bicho colorado –cuando las cosas andaban mal-, según el fluctuante código que regía la vida familiar de mi casa.
         

 Con él, supongo, fue distinto. Mi padre le habrá preguntado: “¿Cómo te llamás, che?”; y el habrá seguido allí, alto y negro, con el pelo enmarañado sobre la cabeza grande, y los ojos brillantes, renegridos, iluminando su cara cetrina, sin moverse, sin decir nada al principio para después, ante la insistencia de mi padre que le habrá preguntado de nuevo “y che, cuál es tu nombre, contestá”, comenzar a mover las manos primero, los brazos después y junto con las manos y los brazos que girarían, supongo, como las aspas desorbitadas de un molinete, los labios se abrirían y cerrarían, ligeros, jadeantes, multiplicando sus movimientos, acelerando su ritmo, explicando, excusando, pidiendo, solicitando, con palabras que solo llegarían hasta donde estaría mi padre y los obreros que lo acompañaban y hasta el silencio del patio, que a esas horas se estaría poblando de sombras, convertido en el confuso murmullo de un río contenido o en el rumor elegible de un animal acorralado, o en el apretado fragor de mil tormentas.
         
 -Biyi-Biyi-Biyibiyibiyi…
         
 Y entonces mi padre, que tampoco esa mañana habría entendido que era yo con mis ojos cerrados, con mis labios incapaces, con mi vida sin vida, se habrá inclinado nuevamente esta vez ante el misterio de ese muchacho que extremaba su confusión en mitad del patio teñido de gris. Y le habrá dicho: “Esta bien, quedate”; y tal vez habrá vacilado antes de agregar, “Biyi-Biyi…”
       
   Y Biyi-Biyi, con sus grandes ojos negros, habrá dicho que sí.
          
Mi infancia creció entre precarias convicciones y confusos e inagotables horizontes. Y paralelos a esos días, que acogían febrilmente el hechizo de lo desconocido, fueron también los enigmáticos días de Biyi-Biyi. Porque la vida de Biyi-Biyi, salvo para mi, permanecía enlazada al misterio. Nadie sabía de dónde había llegado. Tampoco en que lugar recogía el resto de sus horas. Pero todos sabían, eso si, que al caer la tarde, cuando el sol estiraba sus rayos para seguir tocando el pueblo lo verían llegar, alto y desgreñado, con su ropa indefectiblemente sucia –si era limpia por recién regalada o por nueva, el mismo se encargaba, en una suerte de coquetería al revés o de pulcritud inversa, de pasarle un trapo empapado de aceite que la llenaba de arbitrarios bosquejos-; y en seguida de llegar, se lo vería poner en marcha los grandes motores de la “usina”, y luego limpiar los galpones, y después instalarse en un rincón del patio. Desde ese momento su tarea consistiría, simplemente, en controlar las aceiteras de las máquinas y la gran puerta que comunicaba con ellas.
         
 Yo esperaba ese momento para acercarme a Biyi-Biyi. Ahora pienso, que en verdad, recién entonces comenzaba mi día. Porque hasta esos instantes yo no vivía; simplemente esperaba. Cuando lo veía arrastrar la vieja silla de paja y quedarse en un rincón del patio de tierra apisonada que desbordaba a la calle por entre los gruesos barrotes de la verja, desde la vereda donde a esas horas la impaciencia de mi madre y la paciencia de la “muchacha” me refugiaban, yo arrojaba un incontrolable “me voy con Biyi-Biyi” y enfrentaba con lúcida energía los inútiles esfuerzos que hacían para detenerme. Claro que, en verdad, también ella -la muchacha- aguardaba ese momento; en aquella pequeña jauría de chiquillos la ausencia de uno era siempre apetecida como una pequeña liberación. Además, estaba el tácito permiso de “la señora”. Por supuesto que no siempre había sido así. Al principio mamá había protestado.
      
    -¿Querés decirme que haces con Biyi-Biyi? –me había preguntado; o tal vez me dijo simplemente, con el “Biyi”, como le decía cuando estaba enojada o apurada, porque, debo advertirlo, el apuro y el enojo no tenían en ella claros límites- ¿querés decirme porque te gusta más estar con el que jugando con los chicos?
          -Porque me cuenta cosas…
         
 La minuciosa incredulidad estampada en la cara de mi madre casi detuvo mis explicaciones. ¿Cómo decirle que Biyi-Biyi me enseñaba la historia de los árboles, y las aventuras de las hormigas, y los enigmas de los pájaros…? Pero tenía que convencerla. Fatigué mi mente buscando la frase oportuna, el razonamiento exacto, el argumento convincente –“Biyi-Biyi me enseña…” “Biyi-Biyi me dice…” “Biyi-Biyi me cuenta…”-, hasta que de pronto llegaron las palabras de mamá para acabar definitivamente con todo invento de explicación.
         
 -Mirá que estás mentirosa…
          Esa noche, desde el refugio de mi cama, donde el temor y la pena me tenían desvelada, yo escuché:
          -No se que hace con esta chica. Todas las tardes se la pesa conversando con Biyi-Biyi.
          -¿Conversando? –la voz de mi padre me llegaba cargada de incredulidad. Y entonces mi madre:
          Sí, al menos eso dice ella. Aunque mirá, los he estado observando y, aunque te parezca mentira, lo que hace es conversar. ¿Qué te parece?
          Descalza, desde la puerta del umbral donde el desasosiego me había trasladado oí, temblando, la respuesta:
          -Déjala… La chica es un poco imaginativa y el Biyi-Biyi un pobre desgraciado. Peor sería que anduviera por la calle…
          No quise escuchar más. Pero el hueco de mis sueños estuvo lleno de luces.
          Y entonces, ya sin temor, yo me di a descubrir el mundo con Biyi-Biyi. Porque, en definitiva, lo que hacíamos era descubrir el escondido secreto de aquello que nos rodeaba.
          -Biyi-Biyi, ¿Qué son las estrellas?
         
 Y la voz de Biyi-Biyi se levantaba para explicar lo inexplicable. Sus renegridos ojos gitanos se dirigían al cielo, y las manos oscuras, delgadas y nerviosas, comenzaban a moverse con ademanes precisos, primero, con ritmo incontrolable después, y un murmullo, suave al comienzo, exaltado luego, me acercaba al misterio de las estrellas  en los rayos de luz y en los puntitos de fuego que yo sentía encenderse dentro de mi misma a semejanza de aquellos otros que veíamos multiplicarse sobre nuestras cabezas desde el patio que la noche había ennegrecido.
          Y después, cuando la voz de Biyi-Biyi se detenía y el dejaba caer la cabeza agotada, y las manos quedaban como derribadas sobre su pantalón impecablemente sano y prolijamente sucio, yo también permanecía en silencio, atenta al eco de las palabras que me habían sido dichas para que penetrara en los confusos enigmas que me rodeaban. Porque, esto debo advertirlo, Biyi-Biyi no destruía el misterio: me introducía en el.
          La chimenea de la usina prolongaba un cordón de humo hasta alcanzar el cielo, y el patio se hacía más hondo en el acentuado silencio de la hora, y desde la calle, más allá de la reja de hierro, nos llegaba el olor de los paraísos y alguna voz intrusa.
          -Vení, che, no seas pavota…
          -Dale, María Esther, vení a jugar con esto que esta regio…
          Pero yo me refugiaba en mi laberinto de palabras y colores, allí donde encontraba excitantes respuestas de mis imprecisos desconciertos, los mismos que en mi casa no hallaban acogida.
          -¿Qué es esta rosa, mamita?
          -Esta rosa es la flor de ese rosal…
          (Pero yo estaba viendo en el fondo de la corola oscura la sonrisa de un ángel…)
          -Y el mar, mamá ¿que es?
          -Es como un cubo grande, lleno de agua; y en el fondo tiene… (Pero para mi el mar era sin fondo, como un cielo al revés, con olas y olas que se multiplicaban; y tampoco tenía fronteras…)
          -¿Y Dios, mamita?
          -Dios es el creador de todos, que premia a los buenos y castiga a los malos –y la mano de mi madre me mostraba en una vieja Biblia, llenas de estampas más viejas todavía, un anciano venerable que me miraba insípidamente desde unas precarias nubes de algodón.  (Pero a mi los viejos no me gustaban, y menos los viejos con barba, porque solo conocía uno, que era el mendigo del pueblo, y estaba siempre sucio y borracho, y con mal olor, y además se llamaba “el hombre de la bolsa”. Y Dios era para mí ese misterio que me detenía en el umbral de las noches, palpitante bajo las luces del cielo y el ruido de mi propio corazón).
        

  Si; ahora recuerdo que por eso deje de preguntar a mi madre –por otra parte ella estaba siempre tan ocupada, tan impaciente con sus “¿querés acabar  con tus porque, criatura? ¿O crees que lo único que tengo que hacer es contestarte a vos?”-; a mi hermana mayor, tan sabihonda siempre, tan mandándose la parte, y que sin embargo jamás acertó a explicarme las cosas como Biyi-Biyi; y a la misma tía Laura, tan buena la pobre, pero que tampoco sabía mucho. Ahora comprendo como, absuelta de esa suerte de autojustificación, me olvide de todos ellos para refugiarme en mis cosas… (Ahora se también lo otro: ellos me querían dar el esquema del mundo, las leyes del misterio; y yo solo quería entregarme a el…
         En minuciosas y repetidas tardes yo descubrí el mundo con Biyi-Biyi. O tal vez –ahora lo pienso- simplemente lo inventamos de nuevo. Supe del enigma de los árboles que se sostiene de pie frente a las conjuraciones de los vientos, y del olor inagotable de los jazmines de la primavera, y del sortilegio de las manzanas y las uvas que en verano son iluminadas desde adentro. Vi que el mundo era inmenso e inasible, pero también tierno y cercano. Pude medirlo con mis manos. Más aún, pude sostenerlo en ellas.
          

Pero un día llegó lo inesperado. Fue después de una amenaza, también inesperada –“este año tendrás que ir a la escuela”-, que irrumpió de golpe en mi mundo de inagotables invenciones, para canjearme la libertad con que Biyi-Biyi y yo construíamos el universo, por un arbitrario guardapolvo blanco y un problemático cuaderno en el que tendría que inventar rayas y palotes.
          Esta amenaza fue como premonitoria de la otra, aunque, en cierto modo, aquella ya me había sido anunciada en la alucinación de un diálogo apenas escuchado.
          -El muchacho esta cada vez más raro –era mi padre explicándole a mamá y a un empleado.
          -Casi no come.
          -Yo creo que es peligroso que siga en la “usina”. ¿Saben que lo encontré dormido apoyado sobre el volante del Crossley?
          -Un día de estos lo agarra la correa y está listo…
          -Para mí que está loco.
          -Para mí también.
          Ese día mi inquietud fraguó terrores y presagios. Al caer la tarde yo le pregunté a 


Biyi-Biyi que era un hombre loco. Por primera vez creo que no entendí mucho sus palabras. Recuerdo, si, que se extendió en vagas consideraciones sobre el hombre que cansado de que las cosas no fueron como los hombres decían que eran, las inventaba de otro modo, como el quería que fuesen… En el reitero razonamiento que mi mente no alcanzaba, yo, empero, recuperé la calma. Porque pensé que si ser loco era parecerse a Biyi-Biyi, que sabía tantas cosas, y tenían unos ojos que espejaba la vida, y unas manos que parecían inventariar el mundo, yo prefería ser loco, y no como mamá, que era, si, tan buena la pobre, pero que siempre estaba tan ocupada con la casa y la comida y el tejido y las visitas, y siempre con los ojos claros oscuros de impaciencia; o como papá, constantemente hablando de negocios, y de los triste que era vivir, y de lo difícil que se hace seguir adelante…
          Porque esas cosas nunca las decía Biyi-Biyi, y nunca tenía apuro, y siempre sus ojos oscuros estaban claros de luces.
       

   En la serenidad insólitamente recuperada esa tarde, sin saberlo, yo me despedí de Biyi-Biyi. Porque esa noche llegó lo inesperado. Desde la cama sentí abrirse la puerta que comunicaba con la “usina”, y que en muy raras ocasiones era utilizada; y después del estruendo de los motores que irrumpió en el silencio de la casa dormida, sentí acercarse a mi padre, y luego lo ví cruzar rápido el vestíbulo, con su cara blanca de susto y manga de la camisa destrozada; y sentí el grito de mi madre: “Dios mío, ¿Qué ha pasado?”, y la respuesta encontrada de papá, con una voz de niño, “lo que temíamos, lo alcanzó una correa. No pudimos hacer nada…” y después volví a ver su figura, con la cara pálida y la camisa deshecha, y la de mamá, con su tapado azul sobre el camisón blanco, cruzando otra vez y desapareciendo en seguida entre el ruido de las máquinas que volvió a escucharse y apagarse. Entonces me levanté yo, despacito, como cumpliendo un rito ineludible, y caminé por el interminable vestíbulo helado, y abrí la puerta que teníamos prohibido abrir, y vi el humo, y la gente, y en el uniforme chillón de varios policías, y la cara gorda de don Ramón, el almacenero de la esquina, y la figura alta y desgarbada de doña Luisa, la modista que vivía al lado; y me introduje en el humo y en las sombras que llenaban el galpón de las máquinas; y empujé y me oculté en las difusas siluetas que se movían como espectros hablando y explicando y lamentándose, hasta llegar donde yo sabía que tenía que llegar. Y entonces lo ví.
          

Estaba en el suelo, con el traje deshecho y la cabeza ladeada. Desde la oreja bajaba hacia la ropa oscura de petróleo un brillante hilo de sangre. Pero la sangre no me impresionó. Algo distinto estremeció y heló mi propia sangre: Biyi-Biyi estaba tan callado. Sus labios se apretaban inmóviles, sin moverse, sin agitarse. Y sus manos permanecían quietas, abandonadas como una cosa inservible sobre el mosaico sucio de la “usina”.
          

Supe que allí ya no estaba Biyi-Biyi. Y entonces, me fui, sonámbula, entredormida, por primera vez derrotada. Antes de llegar a la puerta alcancé a oír:
          -Bueno, tal vez haya sido mejor. Que podía esperar de la vida al fin de cuentas… Un pobre mudo…
          Hoy ya no existen ni mi casa ni la “usina”, ni mi padre, ni mi madre. El pueblo resulta irreconocible bajo sus casas altas y sus calles de asfalto. Por mi parte, hace ya mucho tiempo he aceptado que todo esta irremisiblemente perdido.
          

Sin embargo, y aunque parezca paradójico, cada vez mi soledad se llena más con el recuerdo de Biyi-Biyi. Tanto, que he llegado a preguntarme si, a medida que envejezco, no lo voy recuperando poco a poco. Más aún: a veces creo tener la certeza de que en realidad yo, simplemente, estoy esperando a Biyi-Biyi: como antes. Y que el llegará otra vez. Al caer la tarde…

En este cuento se destaca la nostalgia por el pasado de la infancia y el mundo de las fantasías de una niña. Construí un texto argumentativo que pudiera emplearse como análisis del cuento. 

lunes, 16 de abril de 2018

Conejo de Abelardo Castillo


Conejo de Abelardo Castillo

Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6


No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.

A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo. 

Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.

Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. 

Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre.

Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. 

Yo, al principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.

Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. 

Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba.

Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen.

Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.

Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es nada linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y...

Las otras puertas (1961)


I  Comprensión lectora: Guiándote por las siguientes preguntas, producí un texto que las responda. 

A. ¿Quién narra este cuento? ¿Desde qué perspectiva? ¿A quién se dirige? ¿Qué elide el niño? 
B. ¿Qué interpretaciones hace el narrador sobre el mundo adulto? ¿Por qué te parece que piensa de ese modo? ¿Qué apreciaciones tiene sobre los "primos" de los que habla?
C. ¿Qué transformación se produce al final del cuento con respecto al trato con el conejo de juguete? ¿Por qué te parece que sucede esto?
D. ¿Qué interpretación podés hacer con respecto al epígrafe y su relación con el cuento? Explicá las características de la BILDUNGROMAN que aparecen en  Conejo.


Producción. Cambio de focalización o perspectiva 


Consigna: producí un nuevo cuento en el que se alternen dos voces: por un lado la de la madre del protagonista y por otro, la de Julio el primo de once años. Ambos deben completar la información que desconoce el narrador de Conejo, añadir nuevos datos, dar su apreciación acerca del niño, etc. 


¿Por qué el cuento Conejo forma parte del subgénero de relatos de aprendizaje? ¿En qué sentidos le encontrás semejanzas o diferencias generales con los demás cuentos que leímos? 
¿Es la perspectiva del narrador de Conejo como la del narrador de Los Venenos de Cortázar? ¿Por qué? ¿Cómo son uno y otro? 






domingo, 8 de abril de 2018

Los Venenos de Julio Cortázar


Los Venenos de Julio Cortázar

 El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Banfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar con las hormigas.

Me acuerdo que mi hermana vio venir a tío Carlos por la calle Rodríguez Peña, desde lejos lo vio venir en el tílbury de la estación, y entró corriendo por el callejón del costado gritando que tío Carlos traía la máquina. Yo estaba en los ligustros que daban a lo de Lila, hablando con Lila por el alambrado, contándole que por la tarde íbamos a probar la máquina, y Lila estaba interesada pero no mucho, porque a las chicas no les importan las máquinas y no les importan las hormigas, solamente le llamaba la atención que la máquina echaba humo y que eso iba a matar todas las hormigas de casa. Al oír a mi hermana le dije a Lila que tenía que ir a ayudar a bajar la máquina, y corrí por el callejón con el grito de guerra de Sitting Bull, corriendo de una manera que había inventado en ese tiempo y que era correr sin doblar las rodillas, como pateando una pelota. Cansaba poco y era como un vuelo, aunque nunca como el sueño de volar que yo siempre tenía entonces, y que era recoger las piernas del suelo, y con apenas un movimiento de cintura volar a veinte centímetros del suelo, de una manera que no se puede contar por lo linda, volar por calles largas, subiendo a veces un poco y otra vez al ras del suelo, con una sensación tan clara de estar despierto, aparte que en ese sueño la contra era que yo siempre soñaba que estaba despierto, que volaba de verdad, que antes lo había soñado pero esta vez iba de veras, y cuando me despertaba era como caerme al suelo, tan triste salir andando o corriendo pero siempre pesado, vuelta abajo a cada salto. Lo único un poco parecido era esta manera de correr que había inventado, con las zapatillas de goma Keds Champion con puntera daba la impresión del sueño, claro que no se podía comparar.

    Mamá y abuelita ya estaban en la puerta hablando con tío Carlos y el cochero. Me arrimé despacio porque a veces me gustaba hacerme esperar, y con mi hermana miramos el bulto envuelto en papel madera y atado con mucho hilo sisal, que el cochero y tío Carlos bajaban a la vereda. Lo primero que pensé fue que era una parte de la máquina, pero en seguida vi que era la máquina completa, y me pareció tan chica que se me vino el alma a los pies. Lo mejor fue al entrarla, porque ayudando a tío Carlos me di cuenta que la máquina pesaba mucho, y el peso me devolvió confianza. Yo mismo le saqué los piolines y el papel, porque mamá y tío Carlos tenían que abrir un paquete chico donde venía la lata del veneno, y de entrada ya nos anunciaron que eso no se tocaba y que más de cuatro habían muerto retorciéndose por tocar la lata. Mi hermana se fue a un rincón porque se le había acabado el interés por todo y un poco también por miedo, pero yo la miré a mamá y nos reímos, y todo aquel discurso era por mí hermana, a mí me iban a dejar manejar la máquina con veneno y todo.

 No era linda, quiero decir que no era una máquina máquina, por lo menos con una rueda que da vueltas o un pito que echa un chorro de vapor. Parecía una estufa de fierro negro, con tres patas combadas, una puerta para el fuego, otra para el veneno y de arriba salía un tubo de metal flexible (como el cuerpo de los gusanos) donde después se enchufaba otro tubo de goma con un pico. A la hora del almuerzo mamá nos leyó el manual de instrucciones, y cada vez que llegaba a las partes del veneno todos la mirábamos a mi hermana, y abuelita le volvió a decir que en Flores tres niños habían muerto por tocar una lata. Ya habíamos visto la calavera en la tapa, y tío Carlos buscó una cuchara vieja y dijo que ésa sería para el veneno y que las cosas de la máquina las guardarían en el estante de arriba del cuarto de las herramientas. Afuera hacía calor porque empezaba enero, y la sandía estaba helada, con las semillas negras que me hacían pensar en las hormigas.

Después de la siesta, la de los grandes porque mi hermana leía el Billiken y yo clasificaba las estampillas en el patio cerrado, fuimos al jardín y tío Carlos puso la máquina en la rotonda de las hamacas donde siempre salían hormigueros. Abuelita preparó brasas de carbón para cargar la hornalla, y yo hice un barro lindísimo en una batea vieja, revolviendo con la cuchara de albañil. Mamá y mi hermana se sentaron en las sillas de paja para ver, y Lila miraba entre el ligustro hasta que le gritamos que viniera y dijo que la madre no la dejaba pero que lo mismo veía. Del otro lado del jardín ya se estaban asomando las de Negri, que eran unos casos y por eso no nos tratábamos. Les decían la Chola, la Ela y la Cufina, pobres. Eran buenas pero pavas, y no se podía jugar con ellas. Abuelita les tenía lástima pero mamá no las invitaba nunca a casa porque se armaban líos con mi hermana y conmigo. Las tres querían mandar la parada pero no sabían ni rayuela ni bolita ni vigilante y ladrón ni el barco hundido, y lo único que sabían era reírse como sonsas y hablar de tanta cosa que yo no sé a quién le podía interesar. (…)
La máquina parecía más grande por lo negra que se la veía entre el verde del jardín y los frutales. Tío Carlos la cargó de brasas, y mientras tomaba calor eligió un hormiguero y le puso el pico del tubo; yo eché barro alrededor y lo apisoné pero no muy fuerte, para impedir el desmoronamiento de las galerías como decía el manual. Entonces mi tío abrió la puerta para el veneno y trajo la lata y la cuchara. El veneno era violeta, un color precioso, y había que echar una cucharada grande y cerrar en seguida la puerta. Apenas la habíamos echado se oyó como un bufido y la máquina empezó a trabajar. Era estupendo, todo alrededor del pico salía un humo blanco, y había que echar más barro y aplastarlo con las manos. "Van a morir todas", dijo mi tío que estaba muy contento con el funcionamiento de la máquina, y yo me puse al lado de él con las manos llenas de barro hasta los codos, y se veía que era un trabajo para que lo hicieran los hombres.
—¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? —preguntó mamá.
—Por lo menos media hora —dijo tío Carlos—. Algunos son larguísimos, más de lo que se cree.
Yo entendí que quería decir dos o tres metros, porque había tantos hormigueros en casa que no podía ser que fueran demasiado largos. Pero justo en ese momento oímos que la Cufina empezaba a chillar con esa voz que tenía que la escuchaban desde la estación, y toda la familia Negri vino al jardín diciendo que de un cantero de lechuga salía humo. Al principio yo no lo quería creer pero era cierto, porque en el mismo momento Lila me avisó desde los ligustros que en su casa también salía humo al lado de un duraznero, y tío Carlos se quedó pensando y después fue hasta el alambrado de los Negri y le pidió a la Chola que era la menos haragana que echara barro donde salía el humo, y yo salté a lo de Lila y taponé el hormiguero. Ahora salía humo en otras partes de casa, en el gallinero, más atrás de la puerta blanca, y al pie de la pared del costado. Mamá y mi hermana ayudaban a poner barro, era formidable pensar que por debajo de la tierra había tanto humo buscando salir, y que entre ese humo las hormigas estaban rabiando y retorciéndose como los tres niños de Flores. (…)

 Al otro día fue domingo y vino mi tía Rosa con mis primos, y fue un día en que jugamos todo el tiempo al vigilante y ladrón con mi hermana y con Lila que tenía permiso de la madre. A la noche tía Rosa le dijo a mamá si mi primo Hugo podía quedarse a pasar toda la semana en Bánfield porque estaba un poco débil de la pleuresía y necesitaba sol. Mamá dijo que sí, y todos estábamos contentos. A Hugo le hicieron una cama en mi pieza, y el lunes fue la sirvienta a traer su ropa para la semana. Nos bañábamos juntos y Hugo sabía más cuentos que yo, pero no saltaba tan lejos. Se veía que era de Buenos Aires, con la ropa venían dos libros de Salgari y uno de botánica, porque tenía que preparar el ingreso a primer año. Dentro del libro venía una pluma de pavorreal, la primera que yo veía, y él la usaba como señalador. Era verde con un ojo violeta y azul, toda salpicada de oro. Mi hermana se la pidió pero Hugo le dijo que no porque se la había regalado la madre. Ni siquiera se la dejó tocar, pero a mí sí porque me tenía confianza y yo la agarraba del canuto. (…)

A la siesta nos mandaban quedarnos quietos, porque tenían miedo de la insolación. Mi hermana desde que Hugo jugaba conmigo venía todo el tiempo con nosotros, y siempre quería jugar de compañera con Hugo. A las bolitas yo les ganaba a los dos, pero al balero Hugo no sé cómo se las sabía todas y me ganaba. Mi hermana lo elogiaba todo el tiempo y yo me daba cuenta que lo buscaba para novio, era cosa de decírselo a mamá para que le plantara un par de bifes, solamente que no se me ocurría cómo decírselo a mamá, total no hacían nada malo. Hugo se reía de ella pero disimulando, y yo en esos momentos lo hubiera abrazado, pero era siempre cuando estábamos jugando y había que ganar o perder pero nada de abrazos.

 La siesta duraba de dos a cinco, y era la mejor hora para estar tranquilos y hacer lo que uno quería. Con Hugo revisábamos las estampillas y yo le daba las repetidas, le enseñaba a clasificarlas por países, y él pensaba al otro año tener una colección como la mía pero solamente de América. Se iba a perder las de Camerún que son con animales, pero él decía que así las colecciones son más importantes. Mi hermana le daba la razón y eso que no sabía si una estampilla estaba del derecho o del revés, pero era para llevarme la contra. En cambio Lila que venía a eso de las tres, saltando por los ligustros, estaba de mi parte y le gustaban las estampillas de Europa. Una vez yo le había dado a Lila un sobre con todas estampillas diferentes, y ella siempre me lo recordaba y decía que el padre le iba a ayudar en la colección pero que la madre pensaba que eso no era para chicas y tenía microbios, y el sobre estaba guardado en el aparador.
 
Para que no se enojaran en casa por el ruido, cuando llegaba Lila nos íbamos al fondo y nos tirábamos debajo de los frutales. Las de Negri también andaban por el jardín de ellas, y yo sabía que las tres estaban locas con Hugo y se hablaban a gritos y siempre por la nariz, y la Cufina sobre todo se la pasaba preguntando: “¿Y dónde está el costurero con los hilos?” y la Ela le contestaba no sé qué, entonces se peleaban pero a propósito para llamar la atención, y menos mal que de ese lado los ligustros eran tupidos y no se veía mucho. Con Lila nos moríamos de risa al oírlas, y Hugo se tapaba la nariz y decía: “¿Y dónde está la pavita para el mate?” Entonces la Chola que era la mayor decía: “¿Vieron chicas cuántos groseros hay este año?”, y nosotros nos metíamos pasto en la boca para no reírnos fuerte, porque lo bueno era dejarlas con las ganas y no seguírsela, así después cuando nos oían jugar a la mancha rabiaban mucho más y al final se peleaban entre ellas hasta que salía la tía y las mechoneaba y las tres se iban adentro llorando.

A mí me gustaba tener de compañera a Lila en los juegos, porque entre hermanos a uno no le gusta jugar si hay otros, y mi hermana lo buscaba en seguida a Hugo de compañero. Lila y yo les ganábamos a las bolitas, pero a Hugo le gustaba más el vigilante y ladrón y la escondida, siempre había que hacerle caso y jugar a eso, pero también era formidable, solamente que no podíamos gritar y los juegos así sin gritos no valen tanto. A la escondida casi siempre me tocaba contar a mi, no sé por qué me engañaban vuelta a vuelta, y piedra libre uno detrás de otro. A las cinco salía abuelita y nos retaba porque estábamos sudados y habíamos tomado demasiado sol, pero nosotros la hacíamos reír y le dábamos besos, hasta Hugo y Lila que no eran de casa. Yo me fijé en esos días que abuelita iba siempre a mirar el estante de las herramientas, y me di cuenta que tenía miedo de que anduviéramos hurgando con las cosas de la máquina. Pero a nadie se le iba a ocurrir una pavada así, con lo de los tres niños de Flores y encima la paliza que nos iban a dar.

 A ratos me gustaba quedarme solo, y en esos momentos ni siquiera quería que estuviera Lila. Sobre toda al caer la tarde, un rato antes que abuelita saliera con su batón blanco y se pusiera a regar el jardín. A esa hora la tierra ya no estaba tan caliente, pero las madreselvas olían mucho y también los canteros de tomates donde había canaletas para el agua y bichos distintos que en otras partes. Me gustaba tirarme boca abajo y oler la tierra, sentirla debajo de mí, caliente con su olor a verano tan distinto de otras veces. (…)
  Después de un rato me cansaba de estar solo y estudiar los bichos de los tomates. Iba a la puerta blanca, tomaba impulso y me largaba a la carrera como Buffalo Bill, y al llegar al cantero de las lechugas lo saltaba limpio y ni tocaba el borde de gramilla. Con Hugo tirábamos al blanco con la Diana de aire comprimido, o jugábamos en las hamacas cuando mi hermana o a veces Lila salían de bañarse y venían a las hamacas con ropa limpia. También Hugo y yo nos íbamos a bañar, y a última hora salíamos todos a la vereda, o mi hermana tocaba el piano en la sala y nosotros nos sentábamos en la balaustrada y veíamos volver a la gente del trabajo hasta que llegaba tío Carlos y todos lo íbamos a saludar y de paso a ver si traía algún paquete con hilo rosa o el Billiken. Justamente una de esas veces al correr a la puerta fue cuando Lila se tropezó en una laja y se lastimó la rodilla. Pobre Lila, no quería llorar pero le saltaban las lágrimas y yo pensaba en la madre que era tan severa y le diría machona y de todo cuando la viera lastimada. Hugo y yo hicimos la sillita de oro y la llevamos del lado de la puerta blanca mientras mi hermana iba a escondidas a buscar un trapo y alcohol. Hugo se hacía el comedido y quería curarla a Lila, lo mismo mi hermana para estar con Hugo, pero yo los saqué a empujones y le dije a Lila que aguantara nada más que un segundo, y que si quería cerrara los ojos. Pero ella no quiso y mientras yo le pasaba el alcohol ella lo miraba fijo a Hugo como para mostrarle lo valiente que era. Yo le soplé fuerte en la lastimadura y con la venda quedó muy bien y no le dolía.

    —Mejor andate en seguida a tu casa —le dijo mi hermana—, así tu mamá no se cabrea. Después que se fue Lila yo me empecé a aburrir con Hugo y mi hermana que hablaban de orquestas típicas, y Hugo había visto a De Caro en un cine y silbaba tangos para que mi hermana los sacara en el piano. Me fui a mi cuarto a buscar el álbum de las estampillas, y todo el tiempo pensaba que la madre la iba a retar a Lila y que a lo mejor estaba llorando o que se le iba a infectar la matadura como pasa tantas veces. Era increíble lo valiente que había sido Lila con el alcohol, y cómo lo miraba a Hugo sin llorar ni bajar la vista.

  En la mesa de luz estaba la botánica de Hugo, y asomaba el canuto de la pluma de pavorreal. Como él me la dejaba mirar la saqué con cuidado y me puse al lado de la lámpara para verla bien. Yo creo que no había ninguna pluma más linda que ésa. Parecía las manchas que se hacen en el agua de los charcos, pero no se podía comparar, era muchísimo más linda, de un verde brillante como esos bichos que viven en los damascos y tienen dos antenas largas con una bolita peluda en cada punta. En medio de la parte más ancha y más verde se abría un ojo azul y violeta, todo salpicado de oro, algo como no se ha visto nunca. Yo de golpe me daba cuenta por qué se llamaba pavorreal, y cuanto más la miraba más pensaba en cosas raras, como en las novelas, y al final la tuve que dejar porque se la hubiera robado a Hugo y eso no podía ser. A lo mejor Lila estaba pensando en nosotros, sola en su casa (que era oscura y con sus padres tan severos) cuando yo me divertía con la pluma y las estampillas. Mejor guardar todo y pensar en la pobre Lila tan valiente. Por la noche me costó dormirme, no sé por qué. Se me había metido en la cabeza que Lila no estaba bien y que tenía fiebre. Me hubiera gustado pedirle a mamá que fuera a preguntarle a la madre pero no se podía, primero con Hugo que se iba a reír, y después que mamá se enojaría si se enteraba de la lastimadura y que no le habíamos avisado. Me quise dormir tantas veces pero no podía, y al final pensé que lo mejor era ir por la mañana a lo de Lila y ver cómo estaba, o llamar por el ligustro. Al final me dormí pensando en Lila y Buffalo Bill y también en la máquina de las hormigas, pero sobre todo en Lila.

 Al otro día me levanté antes que nadie y fui a mi jardín, que estaba cerca de las glicinas. Mi jardín era un cantero nada más que mío, que abuelita me había dado para que yo hiciese lo que quisiera. Una vez planté alpiste, después batatas, pero ahora me gustaban las flores y sobre todo mi jazmín del Cabo, que es el de olor más fuerte sobre todo de noche, y mamá siempre decía que mi jazmín era el más lindo de la casa. Con la pala fui cavando despacio alrededor del jazmín, que era lo mejor que yo tenía, y al final lo saqué con toda la tierra pegada a la raíz. Así fui a llamarla a Lila que también estaba levantada y no tenía casi nada en la rodilla.
   —¿Hugo se va mañana? —me preguntó, y le dije que sí, porque tenía que seguir estudiando en Buenos Aires el ingreso a primer año. Le dije a Lila que le traía una cosa y ella me preguntó qué era, y entonces por entre el ligustro le mostré mi jazmín y le dije que se lo regalaba y que si quería la iba a ayudar a hacerse un jardín para ella sola. Lila dijo que el jazmín era muy lindo, y le pidió permiso a la madre y yo salté el ligustro para ayudarla a plantarlo. Elegimos un cantero chico, arrancamos unos crisantemos medio secos que había, y yo me puse a puntear la tierra, a darle otra forma al cantero, y después Lila me dijo dónde le gustaba que estuviera el jazmín, que era en el mismo medio. Yo lo planté, regamos con la regadera y el jardín quedó muy bien. Ahora yo tenía que conseguir un poco de gramilla, pero no había apuro. Lila estaba muy contenta y no le dolía nada la lastimadura. Quería que Hugo y mi hermana vieran en seguida lo que habíamos hecho, y yo los fui a buscar justo cuando mamá me llamaba para el café con leche. Las de Negri andaban peleándose en el jardín, y la Cufina chillaba como siempre. No sé cómo podían pelearse con una mañana tan linda.

El sábado por la tarde Hugo se tenía que volver a Buenos Aires y yo dentro de todo me alegré porque tío Carlos no quería encender la máquina ese día y lo dejó para el domingo. Mejor que estuviéramos él y yo solamente, no fuera la mala pata que Hugo se saliera envenenando o cualquier cosa. Esa tarde lo extrañé un poco porque ya me había acostumbrado a tenerlo en mi cuarto, y sabía tantos cuentos y aventuras de memoria. Pero peor era mi hermana que andaba por toda la casa como sonámbula, y cuando mamá le preguntó qué le pasaba dijo que nada, pero ponía una cara que mamá se quedó mirándola y al final se fue diciendo que algunas se creían más grandes de lo que eran y eso que ni sonarse solas sabían. Yo encontraba que mí hermana se portaba como una estúpida, sobre todo cuando la vi que con tiza de colores escribía en el pizarrón del patio el nombre de Hugo, lo borraba y lo escribía de nuevo, siempre con otros colores y otras letras, mirándome de reojo, y después hizo un corazón con una flecha y yo me fui para no pegarle un par de bifes o ir a decírselo a mamá. Para peor esa tarde Lila se había vuelto a su casa temprano, diciendo que la madre no la dejaba quedarse por culpa de la lastimadura. Hugo le dijo que a las cinco venían a buscarlo de Buenos Aires, y que por qué no se quedaba hasta que él se fuera, pero Lila dijo que no podía y se fue corriendo y sin saludar. Por eso cuando lo vinieron a buscar, Hugo tuvo que ir a despedirse de Lila y la madre, y después se despidió de nosotros y se fue muy contento diciendo que volvería al otro fin de semana. Esa noche yo me sentí un poco solo en mi cuarto, pero por otro lado era una ventaja sentir que todo era de nuevo mío, y que Podía apagar la luz cuando me daba la gana.

El domingo al levantarme oí que mamá hablaba por el alambrado con el señor Negri. Me acerqué a decir buen día y el señor Negri estaba diciéndole a mamá que en el cantero de las lechugas donde salía el humo el día que probamos la máquina, todas las lechugas se estaban marchitando. Mamá le dijo que era muy raro porque en el prospecto de la máquina decía que el humo no era dañino para las plantas, y el señor Negri le contestó que no hay que fiarse de los prospectos, que lo mismo es con los remedios que cuando uno lee el prospecto se va a curar de todo y después a lo mejor acaba entre cuatro velas. Mamá le dijo que podía ser que alguna de las chicas hubiera echado agua de jabón en el cantero sin querer (pero yo me di cuenta que mamá quería decir a propósito, de chusmas que eran y para buscar pelea) y entonces el señor Negri dijo que iba a averiguar pero que en realidad si la máquina mataba las plantas no se veía la ventaja de tomarse tanto trabajo. Mamá le dijo que no iba a comparar unas lechugas de mala muerte con el estrago que hacen las hormigas en los jardines, y que por la tarde la íbamos a encender, y si veían humo que avisaran que nosotros iríamos a tapar los hormigueros para que ellos no se molestaran. Abuelita me llamó para tomar el café y no sé qué más se dijeron, pero yo estaba entusiasmado pensando que otra vez íbamos a combatir las hormigas, y me pasé la mañana leyendo Raffles aunque no me gustaba tanto como Buffalo Bill y muchas otras novelas.

   A mí hermana se le había pasado la loca y andaba cantando por toda la casa, en una de esas le dio por pintar con los lápices de colores y vino adonde yo estaba, y antes de darme cuenta ya había metido la nariz en lo que yo hacía, y justo por casualidad yo acababa de escribir mi nombre, que me gustaba escribirlo en todas partes, y el de Lila que por pura casualidad había escrito al lado del mío. Cerré el libro pero ella ya había leído y se puso a reír a carcajadas y me miraba como con lástima, y yo me le fui encima pero ella chilló y oí que mamá se acercaba, entonces me fui al jardín con toda la rabia. En el almuerzo ella me estuvo mirando con burla todo el tiempo, y me hubiera encantado pegarle una patada por abajo de la mesa, pero era capaz de ponerse a gritar y a la tarde íbamos a encender la máquina, así que me aguanté y no dije nada. A la hora de la siesta me trepé al sauce a leer y a pensar, y cuando a las cuatro y media salió tío Carlos de dormir, cebamos mate y después preparamos la máquina, y yo hice dos palanganas de barro. Las mujeres estaban adentro y hacía calor, sobre todo al lado de la máquina que era a carbón, pero el mate es bueno para eso si se toma amargo y muy caliente.
 Habíamos elegido la parte del fondo del jardín cerca de los gallineros, porque parecía que las hormigas se estaban refugiando en esa parte y hacían mucho estrago en los almácigos. Apenas pusimos el pico en el hormiguero más grande empezó a salir humo por todas partes, y hasta por entre los ladrillos del piso del gallinero salía. Yo iba de un lado a otro taponando la tierra, y me gustaba echar el barro encima y aplastarlo con las manos hasta que dejaba de salir el humo. Tío Carlos se asomó al alambrado de las de Negri y le preguntó a la Chola, que era la menos sonsa, si no salía humo en su jardín, y la Cufina armaba gran revuelo y andaba por todas partes mirando porque a tío Carlos le tenían mucho respeto, pero no salía humo del lado de ellas. En cambio oí que Lila me llamaba y fui corriendo al ligustro y la vi que estaba con su vestido de lunares anaranjados que era el que más me gustaba, y la rodilla vendada. Me gritó que salía humo de su jardín, el que era solamente suyo, y yo ya estaba saltando el alambrado con una de las palanganas de barro mientras Lila me decía afligida que al ir a ver su jardín había oído que hablábamos con las de Negri y que entonces justo al lado de donde habíamos plantado el jazmín empezaba a salir humo. Yo estaba arrodillado echando barro con todas mis fuerzas. Era muy peligroso para el jazmín recién trasplantado y ahora con el veneno tan cerca, aunque el manual decía que no. Pensé si no podría cortar la galería de las hormigas unos metros antes del cantero, pero antes de nada eché el barro y taponé la salida lo mejor que pude. Lila se había sentado a la sombra con un libro y me miraba trabajar. Me gustaba que me estuviera mirando, y puse tanto barro que seguro por ahí no iba a salir más humo. Después me acerqué a preguntarle dónde había una pala para ver de cortar la galería antes que llegara al jazmín con todo el veneno. Lila se levantó y fue a buscar la pala, y como tardaba yo me puse a mirar el libro que era de cuentos con figuras, y me quedé asombrado al ver que Lila también tenía una pluma de pavorreal preciosa en el libro, y que nunca me había dicho nada. Tío Carlos me estaba llamando para que taponara otros agujeros, pero yo me quedé mirando la pluma que no podía ser la de Hugo pero era tan idéntica que parecía del mismo pavorreal, verde con el ojo violeta y azul, y las manchitas de oro. Cuando Lila vino con la pala le pregunté de dónde había sacado la pluma, y pensaba contarle que Hugo tenía una idéntica. Casi no me di cuenta de lo que me decía cuando se puso muy colorada y contestó que Hugo se la había regalado al ir a despedirse.

—Me dijo que en su casa hay muchas —agregó como disculpándose pero no me miraba, y tío Carlos me llamó más fuerte del otro lado de los ligustros y yo tiré la pala que me había dado Lila y me volví al alambrado, aunque Lila me llamaba y me decía que otra vez estaba saliendo humo en su jardín. Salté el alambrado y desde casa por entre los ligustros la miré a Lila que estaba llorando con el libro en la mano y la pluma que asomaba apenas, y vi que el humo salía ahora al lado mismo del jazmín, todo el veneno mezclándose con las raíces. Fui hasta la máquina aprovechando que tío Carlos hablaba de nuevo con las de Negri, abrí la lata del veneno y eché dos, tres cucharadas llenas en la máquina y la cerré; así el humo invadía bien los hormigueros y mataba todas las hormigas, no dejaba ni una hormiga viva en el jardín de casa.


  1. ¿Qué elipsis se producen en la mirada del narrador? ¿Cómo podemos componer los lectores esa historia? 
  2. ¿Por qué el amor es uno de los temas principales y atraviesa toda la historia? ¿Cómo se manifiesta en lo diferentes momentos del cuento? 
  3. ¿Por qué los celos y la venganza también se hacen presentes en el relato? ¿Qué relación guardan con los venenos a los que se alude en el título? ¿Cuáles son los venenos literales y cuáles los simbólicos