Los Venenos de
Julio Cortázar
El sábado tío
Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había
dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina
imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Banfield,
las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la
tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en
el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su fila negra
que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas eran las
plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la
máquina para acabar con las hormigas.
Me acuerdo que mi hermana vio venir a tío Carlos por
la calle Rodríguez Peña, desde lejos lo vio venir en el tílbury de la estación,
y entró corriendo por el callejón del costado gritando que tío Carlos traía la
máquina. Yo estaba en los ligustros que daban a lo de Lila, hablando con Lila
por el alambrado, contándole que por la tarde íbamos a probar la máquina, y
Lila estaba interesada pero no mucho, porque a las chicas no les importan las
máquinas y no les importan las hormigas, solamente le llamaba la atención que
la máquina echaba humo y que eso iba a matar todas las hormigas de casa. Al oír
a mi hermana le dije a Lila que tenía que ir a ayudar a bajar la máquina, y
corrí por el callejón con el grito de guerra de Sitting Bull, corriendo de una
manera que había inventado en ese tiempo y que era correr sin doblar las
rodillas, como pateando una pelota. Cansaba poco y era como un vuelo, aunque
nunca como el sueño de volar que yo siempre tenía entonces, y que era recoger
las piernas del suelo, y con apenas un movimiento de cintura volar a veinte
centímetros del suelo, de una manera que no se puede contar por lo linda, volar
por calles largas, subiendo a veces un poco y otra vez al ras del suelo, con
una sensación tan clara de estar despierto, aparte que en ese sueño la contra
era que yo siempre soñaba que estaba despierto, que volaba de verdad, que antes
lo había soñado pero esta vez iba de veras, y cuando me despertaba era como
caerme al suelo, tan triste salir andando o corriendo pero siempre pesado,
vuelta abajo a cada salto. Lo único un poco parecido era esta manera de correr
que había inventado, con las zapatillas de goma Keds Champion con puntera daba
la impresión del sueño, claro que no se podía comparar.
Mamá y abuelita ya estaban en la puerta hablando con tío Carlos y el cochero. Me arrimé despacio porque a veces me gustaba hacerme esperar, y con mi hermana miramos el bulto envuelto en papel madera y atado con mucho hilo sisal, que el cochero y tío Carlos bajaban a la vereda. Lo primero que pensé fue que era una parte de la máquina, pero en seguida vi que era la máquina completa, y me pareció tan chica que se me vino el alma a los pies. Lo mejor fue al entrarla, porque ayudando a tío Carlos me di cuenta que la máquina pesaba mucho, y el peso me devolvió confianza. Yo mismo le saqué los piolines y el papel, porque mamá y tío Carlos tenían que abrir un paquete chico donde venía la lata del veneno, y de entrada ya nos anunciaron que eso no se tocaba y que más de cuatro habían muerto retorciéndose por tocar la lata. Mi hermana se fue a un rincón porque se le había acabado el interés por todo y un poco también por miedo, pero yo la miré a mamá y nos reímos, y todo aquel discurso era por mí hermana, a mí me iban a dejar manejar la máquina con veneno y todo.
No era linda,
quiero decir que no era una máquina máquina, por lo menos con una rueda que da
vueltas o un pito que echa un chorro de vapor. Parecía una estufa de fierro
negro, con tres patas combadas, una puerta para el fuego, otra para el veneno y
de arriba salía un tubo de metal flexible (como el cuerpo de los gusanos) donde
después se enchufaba otro tubo de goma con un pico. A la hora del almuerzo mamá
nos leyó el manual de instrucciones, y cada vez que llegaba a las partes del
veneno todos la mirábamos a mi hermana, y abuelita le volvió a decir que en
Flores tres niños habían muerto por tocar una lata. Ya habíamos visto la
calavera en la tapa, y tío Carlos buscó una cuchara vieja y dijo que ésa sería
para el veneno y que las cosas de la máquina las guardarían en el estante de
arriba del cuarto de las herramientas. Afuera hacía calor porque empezaba
enero, y la sandía estaba helada, con las semillas negras que me hacían pensar
en las hormigas.
Después de la siesta, la de los grandes porque mi
hermana leía el Billiken y yo clasificaba las estampillas en el patio cerrado,
fuimos al jardín y tío Carlos puso la máquina en la rotonda de las hamacas
donde siempre salían hormigueros. Abuelita preparó brasas de carbón para cargar
la hornalla, y yo hice un barro lindísimo en una batea vieja, revolviendo con
la cuchara de albañil. Mamá y mi hermana se sentaron en las sillas de paja para
ver, y Lila miraba entre el ligustro hasta que le gritamos que viniera y dijo
que la madre no la dejaba pero que lo mismo veía. Del otro lado del jardín ya
se estaban asomando las de Negri, que eran unos casos y por eso no nos
tratábamos. Les decían la Chola, la Ela y la Cufina, pobres. Eran buenas pero
pavas, y no se podía jugar con ellas. Abuelita les tenía lástima pero mamá no
las invitaba nunca a casa porque se armaban líos con mi hermana y conmigo. Las
tres querían mandar la parada pero no sabían ni rayuela ni bolita ni vigilante
y ladrón ni el barco hundido, y lo único que sabían era reírse como sonsas y
hablar de tanta cosa que yo no sé a quién le podía interesar. (…)
La máquina parecía más grande por lo negra que se la
veía entre el verde del jardín y los frutales. Tío Carlos la cargó de brasas, y
mientras tomaba calor eligió un hormiguero y le puso el pico del tubo; yo eché
barro alrededor y lo apisoné pero no muy fuerte, para impedir el
desmoronamiento de las galerías como decía el manual. Entonces mi tío abrió la
puerta para el veneno y trajo la lata y la cuchara. El veneno era violeta, un
color precioso, y había que echar una cucharada grande y cerrar en seguida la
puerta. Apenas la habíamos echado se oyó como un bufido y la máquina empezó a
trabajar. Era estupendo, todo alrededor del pico salía un humo blanco, y había
que echar más barro y aplastarlo con las manos. "Van a morir todas",
dijo mi tío que estaba muy contento con el funcionamiento de la máquina, y yo
me puse al lado de él con las manos llenas de barro hasta los codos, y se veía
que era un trabajo para que lo hicieran los hombres.
—¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? —preguntó mamá.
—Por lo menos media hora —dijo tío Carlos—. Algunos son larguísimos, más de lo que se cree.
—¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? —preguntó mamá.
—Por lo menos media hora —dijo tío Carlos—. Algunos son larguísimos, más de lo que se cree.
Yo entendí que quería decir dos o tres metros,
porque había tantos hormigueros en casa que no podía ser que fueran demasiado
largos. Pero justo en ese momento oímos que la Cufina empezaba a chillar con
esa voz que tenía que la escuchaban desde la estación, y toda la familia Negri
vino al jardín diciendo que de un cantero de lechuga salía humo. Al principio
yo no lo quería creer pero era cierto, porque en el mismo momento Lila me avisó
desde los ligustros que en su casa también salía humo al lado de un duraznero,
y tío Carlos se quedó pensando y después fue hasta el alambrado de los Negri y
le pidió a la Chola que era la menos haragana que echara barro donde salía el
humo, y yo salté a lo de Lila y taponé el hormiguero. Ahora salía humo en otras
partes de casa, en el gallinero, más atrás de la puerta blanca, y al pie de la
pared del costado. Mamá y mi hermana ayudaban a poner barro, era formidable
pensar que por debajo de la tierra había tanto humo buscando salir, y que entre
ese humo las hormigas estaban rabiando y retorciéndose como los tres niños de
Flores. (…)
Al otro día
fue domingo y vino mi tía Rosa con mis primos, y fue un día en que jugamos todo
el tiempo al vigilante y ladrón con mi hermana y con Lila que tenía permiso de
la madre. A la noche tía Rosa le dijo a mamá si mi primo Hugo podía quedarse a
pasar toda la semana en Bánfield porque estaba un poco débil de la pleuresía y
necesitaba sol. Mamá dijo que sí, y todos estábamos contentos. A Hugo le
hicieron una cama en mi pieza, y el lunes fue la sirvienta a traer su ropa para
la semana. Nos bañábamos juntos y Hugo sabía más cuentos que yo, pero no
saltaba tan lejos. Se veía que era de Buenos Aires, con la ropa venían dos
libros de Salgari y uno de botánica, porque tenía que preparar el ingreso a
primer año. Dentro del libro venía una pluma de pavorreal, la primera que yo
veía, y él la usaba como señalador. Era verde con un ojo violeta y azul, toda
salpicada de oro. Mi hermana se la pidió pero Hugo le dijo que no porque se la
había regalado la madre. Ni siquiera se la dejó tocar, pero a mí sí porque me
tenía confianza y yo la agarraba del canuto. (…)
A la siesta nos mandaban quedarnos quietos, porque
tenían miedo de la insolación. Mi hermana desde que Hugo jugaba conmigo venía
todo el tiempo con nosotros, y siempre quería jugar de compañera con Hugo. A
las bolitas yo les ganaba a los dos, pero al balero Hugo no sé cómo se las
sabía todas y me ganaba. Mi hermana lo elogiaba todo el tiempo y yo me daba
cuenta que lo buscaba para novio, era cosa de decírselo a mamá para que le
plantara un par de bifes, solamente que no se me ocurría cómo decírselo a mamá,
total no hacían nada malo. Hugo se reía de ella pero disimulando, y yo en esos
momentos lo hubiera abrazado, pero era siempre cuando estábamos jugando y había
que ganar o perder pero nada de abrazos.
La siesta
duraba de dos a cinco, y era la mejor hora para estar tranquilos y hacer lo que
uno quería. Con Hugo revisábamos las estampillas y yo le daba las repetidas, le
enseñaba a clasificarlas por países, y él pensaba al otro año tener una
colección como la mía pero solamente de América. Se iba a perder las de Camerún
que son con animales, pero él decía que así las colecciones son más
importantes. Mi hermana le daba la razón y eso que no sabía si una estampilla
estaba del derecho o del revés, pero era para llevarme la contra. En cambio
Lila que venía a eso de las tres, saltando por los ligustros, estaba de mi
parte y le gustaban las estampillas de Europa. Una vez yo le había dado a Lila
un sobre con todas estampillas diferentes, y ella siempre me lo recordaba y
decía que el padre le iba a ayudar en la colección pero que la madre pensaba
que eso no era para chicas y tenía microbios, y el sobre estaba guardado en el
aparador.
Para que no se enojaran en casa por el ruido, cuando
llegaba Lila nos íbamos al fondo y nos tirábamos debajo de los frutales. Las de
Negri también andaban por el jardín de ellas, y yo sabía que las tres estaban
locas con Hugo y se hablaban a gritos y siempre por la nariz, y la Cufina sobre
todo se la pasaba preguntando: “¿Y dónde está el costurero con los hilos?” y la
Ela le contestaba no sé qué, entonces se peleaban pero a propósito para llamar
la atención, y menos mal que de ese lado los ligustros eran tupidos y no se
veía mucho. Con Lila nos moríamos de risa al oírlas, y Hugo se tapaba la nariz
y decía: “¿Y dónde está la pavita para el mate?” Entonces la Chola que era la
mayor decía: “¿Vieron chicas cuántos groseros hay este año?”, y nosotros nos metíamos
pasto en la boca para no reírnos fuerte, porque lo bueno era dejarlas con las
ganas y no seguírsela, así después cuando nos oían jugar a la mancha rabiaban
mucho más y al final se peleaban entre ellas hasta que salía la tía y las
mechoneaba y las tres se iban adentro llorando.
A mí me gustaba tener de compañera a Lila en los
juegos, porque entre hermanos a uno no le gusta jugar si hay otros, y mi
hermana lo buscaba en seguida a Hugo de compañero. Lila y yo les ganábamos a
las bolitas, pero a Hugo le gustaba más el vigilante y ladrón y la escondida,
siempre había que hacerle caso y jugar a eso, pero también era formidable,
solamente que no podíamos gritar y los juegos así sin gritos no valen tanto. A
la escondida casi siempre me tocaba contar a mi, no sé por qué me engañaban
vuelta a vuelta, y piedra libre uno detrás de otro. A las cinco salía abuelita
y nos retaba porque estábamos sudados y habíamos tomado demasiado sol, pero
nosotros la hacíamos reír y le dábamos besos, hasta Hugo y Lila que no eran de
casa. Yo me fijé en esos días que abuelita iba siempre a mirar el estante de
las herramientas, y me di cuenta que tenía miedo de que anduviéramos hurgando
con las cosas de la máquina. Pero a nadie se le iba a ocurrir una pavada así,
con lo de los tres niños de Flores y encima la paliza que nos iban a dar.
A ratos me
gustaba quedarme solo, y en esos momentos ni siquiera quería que estuviera
Lila. Sobre toda al caer la tarde, un rato antes que abuelita saliera con su
batón blanco y se pusiera a regar el jardín. A esa hora la tierra ya no estaba
tan caliente, pero las madreselvas olían mucho y también los canteros de
tomates donde había canaletas para el agua y bichos distintos que en otras
partes. Me gustaba tirarme boca abajo y oler la tierra, sentirla debajo de mí,
caliente con su olor a verano tan distinto de otras veces. (…)
Después de un rato me cansaba de estar solo y
estudiar los bichos de los tomates. Iba a la puerta blanca, tomaba impulso y me
largaba a la carrera como Buffalo Bill, y al llegar al cantero de las lechugas
lo saltaba limpio y ni tocaba el borde de gramilla. Con Hugo tirábamos al
blanco con la Diana de aire comprimido, o jugábamos en las hamacas cuando mi
hermana o a veces Lila salían de bañarse y venían a las hamacas con ropa limpia.
También Hugo y yo nos íbamos a bañar, y a última hora salíamos todos a la
vereda, o mi hermana tocaba el piano en la sala y nosotros nos sentábamos en la
balaustrada y veíamos volver a la gente del trabajo hasta que llegaba tío
Carlos y todos lo íbamos a saludar y de paso a ver si traía algún paquete con
hilo rosa o el Billiken. Justamente una de esas veces al correr a la puerta fue
cuando Lila se tropezó en una laja y se lastimó la rodilla. Pobre Lila, no
quería llorar pero le saltaban las lágrimas y yo pensaba en la madre que era
tan severa y le diría machona y de todo cuando la viera lastimada. Hugo y yo
hicimos la sillita de oro y la llevamos del lado de la puerta blanca mientras
mi hermana iba a escondidas a buscar un trapo y alcohol. Hugo se hacía el comedido
y quería curarla a Lila, lo mismo mi hermana para estar con Hugo, pero yo los
saqué a empujones y le dije a Lila que aguantara nada más que un segundo, y que
si quería cerrara los ojos. Pero ella no quiso y mientras yo le pasaba el
alcohol ella lo miraba fijo a Hugo como para mostrarle lo valiente que era. Yo
le soplé fuerte en la lastimadura y con la venda quedó muy bien y no le dolía.
—Mejor andate en seguida a tu
casa —le dijo mi hermana—, así tu mamá no se cabrea. Después que se fue Lila yo
me empecé a aburrir con Hugo y mi hermana que hablaban de orquestas típicas, y
Hugo había visto a De Caro en un cine y silbaba tangos para que mi hermana los
sacara en el piano. Me fui a mi cuarto a buscar el álbum de las estampillas, y
todo el tiempo pensaba que la madre la iba a retar a Lila y que a lo mejor
estaba llorando o que se le iba a infectar la matadura como pasa tantas veces.
Era increíble lo valiente que había sido Lila con el alcohol, y cómo lo miraba
a Hugo sin llorar ni bajar la vista.
En la mesa de luz estaba la botánica de Hugo,
y asomaba el canuto de la pluma de pavorreal. Como él me la dejaba mirar la
saqué con cuidado y me puse al lado de la lámpara para verla bien. Yo creo que
no había ninguna pluma más linda que ésa. Parecía las manchas que se hacen en
el agua de los charcos, pero no se podía comparar, era muchísimo más linda, de
un verde brillante como esos bichos que viven en los damascos y tienen dos
antenas largas con una bolita peluda en cada punta. En medio de la parte más ancha
y más verde se abría un ojo azul y violeta, todo salpicado de oro, algo como no
se ha visto nunca. Yo de golpe me daba cuenta por qué se llamaba pavorreal, y
cuanto más la miraba más pensaba en cosas raras, como en las novelas, y al
final la tuve que dejar porque se la hubiera robado a Hugo y eso no podía ser.
A lo mejor Lila estaba pensando en nosotros, sola en su casa (que era oscura y
con sus padres tan severos) cuando yo me divertía con la pluma y las
estampillas. Mejor guardar todo y pensar en la pobre Lila tan valiente. Por la
noche me costó dormirme, no sé por qué. Se me había metido en la cabeza que
Lila no estaba bien y que tenía fiebre. Me hubiera gustado pedirle a mamá que
fuera a preguntarle a la madre pero no se podía, primero con Hugo que se iba a
reír, y después que mamá se enojaría si se enteraba de la lastimadura y que no
le habíamos avisado. Me quise dormir tantas veces pero no podía, y al final
pensé que lo mejor era ir por la mañana a lo de Lila y ver cómo estaba, o
llamar por el ligustro. Al final me dormí pensando en Lila y Buffalo Bill y
también en la máquina de las hormigas, pero sobre todo en Lila.
Al otro día
me levanté antes que nadie y fui a mi jardín, que estaba cerca de las glicinas.
Mi jardín era un cantero nada más que mío, que abuelita me había dado para que
yo hiciese lo que quisiera. Una vez planté alpiste, después batatas, pero ahora
me gustaban las flores y sobre todo mi jazmín del Cabo, que es el de olor más
fuerte sobre todo de noche, y mamá siempre decía que mi jazmín era el más lindo
de la casa. Con la
pala fui cavando despacio alrededor del jazmín, que era lo mejor que yo tenía,
y al final lo saqué con toda la tierra pegada a la raíz. Así fui a llamarla a
Lila que también estaba levantada y no tenía casi nada en la rodilla.
—¿Hugo se va mañana? —me preguntó, y le dije que sí,
porque tenía que seguir estudiando en Buenos Aires el ingreso a primer año. Le
dije a Lila que le traía una cosa y ella me preguntó qué era, y entonces por
entre el ligustro le mostré mi jazmín y le dije que se lo regalaba y que si
quería la iba a ayudar a hacerse un jardín para ella sola. Lila dijo que el
jazmín era muy lindo, y le pidió permiso a la madre y yo salté el ligustro para
ayudarla a plantarlo. Elegimos un cantero chico, arrancamos unos crisantemos
medio secos que había, y yo me puse a puntear la tierra, a darle otra forma al
cantero, y después Lila me dijo dónde le gustaba que estuviera el jazmín, que
era en el mismo medio. Yo lo planté, regamos con la regadera y el jardín quedó
muy bien. Ahora yo tenía que conseguir un poco de gramilla, pero no había
apuro. Lila estaba muy contenta y no le dolía nada la lastimadura. Quería que
Hugo y mi hermana vieran en seguida lo que habíamos hecho, y yo los fui a
buscar justo cuando mamá me llamaba para el café con leche. Las de Negri
andaban peleándose en el jardín, y la Cufina chillaba como siempre. No sé cómo
podían pelearse con una mañana tan linda.
El sábado por la tarde Hugo se tenía que volver a Buenos Aires y yo
dentro de todo me alegré porque tío Carlos no quería encender la máquina ese
día y lo dejó para el domingo. Mejor que estuviéramos él y yo solamente, no
fuera la mala pata que Hugo se saliera envenenando o cualquier cosa. Esa tarde
lo extrañé un poco porque ya me había acostumbrado a tenerlo en mi cuarto, y
sabía tantos cuentos y aventuras de memoria. Pero peor era mi hermana que
andaba por toda la casa como sonámbula, y cuando mamá le preguntó qué le pasaba
dijo que nada, pero ponía una cara que mamá se quedó mirándola y al final se
fue diciendo que algunas se creían más grandes de lo que eran y eso que ni
sonarse solas sabían. Yo encontraba que mí hermana se portaba como una
estúpida, sobre todo cuando la vi que con tiza de colores escribía en el
pizarrón del patio el nombre de Hugo, lo borraba y lo escribía de nuevo,
siempre con otros colores y otras letras, mirándome de reojo, y después hizo un
corazón con una flecha y yo me fui para no pegarle un par de bifes o ir a
decírselo a mamá. Para peor esa tarde Lila se había vuelto a su casa temprano,
diciendo que la madre no la dejaba quedarse por culpa de la lastimadura. Hugo
le dijo que a las cinco venían a buscarlo de Buenos Aires, y que por qué no se
quedaba hasta que él se fuera, pero Lila dijo que no podía y se fue corriendo y
sin saludar. Por eso cuando lo vinieron a buscar, Hugo tuvo que ir a despedirse
de Lila y la madre, y después se despidió de nosotros y se fue muy contento
diciendo que volvería al otro fin de semana. Esa noche yo me sentí un poco solo
en mi cuarto, pero por otro lado era una ventaja sentir que todo era de nuevo
mío, y que Podía apagar la luz cuando me daba la gana.
El domingo al levantarme oí que mamá hablaba por el
alambrado con el señor Negri. Me acerqué a decir buen día y el señor Negri
estaba diciéndole a mamá que en el cantero de las lechugas donde salía el humo
el día que probamos la máquina, todas las lechugas se estaban marchitando. Mamá
le dijo que era muy raro porque en el prospecto de la máquina decía que el humo
no era dañino para las plantas, y el señor Negri le contestó que no hay que
fiarse de los prospectos, que lo mismo es con los remedios que cuando uno lee
el prospecto se va a curar de todo y después a lo mejor acaba entre cuatro
velas. Mamá le dijo que podía ser que alguna de las chicas hubiera echado agua
de jabón en el cantero sin querer (pero yo me di cuenta que mamá quería decir a
propósito, de chusmas que eran y para buscar pelea) y entonces el señor Negri
dijo que iba a averiguar pero que en realidad si la máquina mataba las plantas
no se veía la ventaja de tomarse tanto trabajo. Mamá le dijo que no iba a
comparar unas lechugas de mala muerte con el estrago que hacen las hormigas en
los jardines, y que por la tarde la íbamos a encender, y si veían humo que
avisaran que nosotros iríamos a tapar los hormigueros para que ellos no se
molestaran. Abuelita me llamó para tomar el café y no sé qué más se dijeron,
pero yo estaba entusiasmado pensando que otra vez íbamos a combatir las
hormigas, y me pasé la mañana leyendo Raffles aunque no me gustaba tanto como
Buffalo Bill y muchas otras novelas.
A mí hermana se le había pasado la loca
y andaba cantando por toda la casa, en una de esas le dio por pintar con los
lápices de colores y vino adonde yo estaba, y antes de darme cuenta ya había
metido la nariz en lo que yo hacía, y justo por casualidad yo acababa de
escribir mi nombre, que me gustaba escribirlo en todas partes, y el de Lila que
por pura casualidad había escrito al lado del mío. Cerré el libro pero ella ya
había leído y se puso a reír a carcajadas y me miraba como con lástima, y yo me
le fui encima pero ella chilló y oí que mamá se acercaba, entonces me fui al
jardín con toda la rabia. En el almuerzo ella me estuvo mirando con burla todo
el tiempo, y me hubiera encantado pegarle una patada por abajo de la mesa, pero
era capaz de ponerse a gritar y a la tarde íbamos a encender la máquina, así
que me aguanté y no dije nada. A la hora de la siesta me trepé al sauce a leer
y a pensar, y cuando a las cuatro y media salió tío Carlos de dormir, cebamos
mate y después preparamos la máquina, y yo hice dos palanganas de barro. Las
mujeres estaban adentro y hacía calor, sobre todo al lado de la máquina que era
a carbón, pero el mate es bueno para eso si se toma amargo y muy caliente.
Habíamos elegido
la parte del fondo del jardín cerca de los gallineros, porque parecía que las
hormigas se estaban refugiando en esa parte y hacían mucho estrago en los
almácigos. Apenas pusimos el pico en el hormiguero más grande empezó a salir
humo por todas partes, y hasta por entre los ladrillos del piso del gallinero
salía. Yo iba de un lado a otro taponando la tierra, y me gustaba echar el
barro encima y aplastarlo con las manos hasta que dejaba de salir el humo. Tío
Carlos se asomó al alambrado de las de Negri y le preguntó a la Chola, que era
la menos sonsa, si no salía humo en su jardín, y la Cufina armaba gran revuelo
y andaba por todas partes mirando porque a tío Carlos le tenían mucho respeto,
pero no salía humo del lado de ellas. En cambio oí que Lila me llamaba y fui
corriendo al ligustro y la vi que estaba con su vestido de lunares anaranjados
que era el que más me gustaba, y la rodilla vendada. Me gritó que salía humo de
su jardín, el que era solamente suyo, y yo ya estaba saltando el alambrado con
una de las palanganas de barro mientras Lila me decía afligida que al ir a ver
su jardín había oído que hablábamos con las de Negri y que entonces justo al
lado de donde habíamos plantado el jazmín empezaba a salir humo. Yo estaba
arrodillado echando barro con todas mis fuerzas. Era muy peligroso para el
jazmín recién trasplantado y ahora con el veneno tan cerca, aunque el manual
decía que no. Pensé si no podría cortar la galería de las hormigas unos metros
antes del cantero, pero antes de nada eché el barro y taponé la salida lo mejor
que pude. Lila se había sentado a la sombra con un libro y me miraba trabajar.
Me gustaba que me estuviera mirando, y puse tanto barro que seguro por ahí no
iba a salir más humo. Después me acerqué a preguntarle dónde había una pala para
ver de cortar la galería antes que llegara al jazmín con todo el veneno. Lila
se levantó y fue a buscar la pala, y como tardaba yo me puse a mirar el libro
que era de cuentos con figuras, y me quedé asombrado al ver que Lila también
tenía una pluma de pavorreal preciosa en el libro, y que nunca me había dicho
nada. Tío Carlos me estaba llamando para que taponara otros agujeros, pero yo
me quedé mirando la pluma que no podía ser la de Hugo pero era tan idéntica que
parecía del mismo pavorreal, verde con el ojo violeta y azul, y las manchitas
de oro. Cuando Lila vino con la pala le pregunté de dónde había sacado la
pluma, y pensaba contarle que Hugo tenía una idéntica. Casi no me di cuenta de
lo que me decía cuando se puso muy colorada y contestó que Hugo se la había
regalado al ir a despedirse.
—Me dijo que en su casa hay muchas —agregó como
disculpándose pero no me miraba, y tío Carlos me llamó más fuerte del otro lado
de los ligustros y yo tiré la pala que me había dado Lila y me volví al
alambrado, aunque Lila me llamaba y me decía que otra vez estaba saliendo humo
en su jardín. Salté el alambrado y desde casa por entre los ligustros la miré a
Lila que estaba llorando con el libro en la mano y la pluma que asomaba apenas,
y vi que el humo salía ahora al lado mismo del jazmín, todo el veneno
mezclándose con las raíces. Fui hasta la máquina aprovechando que tío Carlos
hablaba de nuevo con las de Negri, abrí la lata del veneno y eché dos, tres
cucharadas llenas en la máquina y la cerré; así el humo invadía bien los
hormigueros y mataba todas las hormigas, no dejaba ni una hormiga viva en el
jardín de casa.
- ¿Qué elipsis se producen en la mirada del narrador? ¿Cómo podemos componer los lectores esa historia?
- ¿Por qué el amor es uno de los temas principales y atraviesa toda la historia? ¿Cómo se manifiesta en lo diferentes momentos del cuento?
- ¿Por qué los celos y la venganza también se hacen presentes en el relato? ¿Qué relación guardan con los venenos a los que se alude en el título? ¿Cuáles son los venenos literales y cuáles los simbólicos?
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