martes, 16 de abril de 2019





PRÓLOGO

Justificación de la colección:

El mundo de los niños ejerce en la literatura una atracción especial, no sólo el de los cuentos para niños sino el de los cuentos para adultos que los tienen como protagonistas. Sin duda lo atrayente es el desafío que significa para el narrador hacer las elecciones apropiadas para que la voz infantil que construye , con una mirada restricta, incomode al lector con sus extrañamientos y lo atrape invitándolo a introducirse en ese mundo de ocultamientos e inexperiencias infantiles.

Thomas Pavel dice que cuando se está atrapado por una historia se participa en los acontecimientos ficticios proyectando “un yo de ficción” que asiste a los acontecimientos imaginarios y frente a ellos se experimentan sentimientos porque se proyecta sobre esa ficción, todo lo que se sabe sobre el mundo real. Que se produzca este pacto ficcional es más difícil cuando la voz que narra es la de un niño o cuando se focaliza en una mirada con restricciones cuyas elipsis debe completar el lector.
Para esta colección se han elegido personajes infantiles en los que se entrecruzan la inocencia y las pasiones no domesticadas, eso hace que ese mundo se pueble de momentos extraños principalmente cuando los protagonistas entran en la metamorfosis inevitable de la pérdida de la inocencia y el mundo de los adultos les da la espalda dejándolos inermes.

Julián de Juan José Hernández
Anita de Juan José Hernández
Los venenos de Julio Cortázar
Final del juego de Julio Cortázar
Las invitadas de Silvina Ocampo
El vástago de Silvina Ocampo
Si muriera antes de despertar de William Irish
Vanka de Antón Chejov

Una constante de todos los textos es la marcada escisión entre el mundo de los chicos, y el de los adultos. Ambos grupos conviven y manejan representaciones diferentes que muchas veces son antagónicas. Los grandes en estos cuentos aparecen para advertir, juzgar, prohibir y castigar.

De niños, juegos y descubrimientos

En los cuentos de Juan José Hernández, ANITA Y JULIÁN, el narrador innominado y su amigo Marcelo- protagonistas de ambas historias- juegan con una araña pollito obtenida a cambio de un anillo de oro, en el primero, y comparten aventuras con un chico de una extracción social diferente a la de ellos, en el segundo.
La voz del narrador oscila, en ambos cuentos, entre la primera persona del singular y la primera del plural haciendo una simbiosis entre los inseparables amigos. Se narran los hechos de manera cronológica. En Anita el narrador dice: “Así nos aseguró el hombre del turbante que conocimos (…) hace un mes”, el verbo en presente implica que el narrador contará la historia desde su presente lo que hace descubrir que todo el relato es una analepsis.

A través de él, el lector descubre que estos niños que juegan a ser muy valientes por ponerse la araña pollito en el pecho, en realidad han sido víctimas de la estafa del hombre del turbante. Es una reposición que debe hacerse porque la mirada del narrador, que es el agente focalizador de la historia, está obturada por la emoción de haber conseguido el insecto y ocultárselo a la abuela. Lo mismo pasa en JULIÁN, el narrador cuenta, como por casualidad, que le desaparecían objetos. Si bien las malas intenciones del nuevo compañero de juegos son denunciadas por la tía Sabina a lo largo de la historia, sólo al final el narrador descubre que ha sido víctima de la malignidad de Julián. Y así se produce una mutación en él: “En el trayecto a casa corté una rama de arbusto y con el cortaplumas empecé a desgajarla hasta que fue adquiriendo la forma de una espada”.

Julián juega con la credulidad del narrador y Marcelo a los que engaña con la truculenta muerte del diariero debajo de un tren, también les dice que las heridas de fustazos con los que lo habían reprimido por robarle al hombre, eran marcas de nacimiento. Esto produce una incomodidad en el lector , quien se niega a creer, al igual que el narrador y Marcelo, que al final de la historia la verdad caerá del lado de la hipocondríaca tía Sabina, que todo es lineal y esperado. Precisamente lo que descoloca al lector es que la historia sea tan lógica.

A lo largo de la historia el narrador menciona vicios pero sin conciencia de los mismos: “No pude disimular mi envidia”, “sus palabras despertaron nuestra codicia”. Por la focalización a través de la mirada infantil, el lector infiere que el narrador no domina sus pasiones, que su psicología está en construcción.
El tema de los vicios o pecados capitales, de los que nadie suele hablar en la actualidad pero que pertenecían a las representaciones infantiles de la década del ´60, aparece también en LAS INVITADAS de Silvina Ocampo. En este cuento se abre un mundo a espaldas del adulto en el que un narrador en tercera persona focalizará en la mirada de Lucio, el protagonista, quien vivirá una extraña fiesta de cumpleaños acompañado por su criada, mientras sus padres hacen un paseo a Brasil en vacaciones de invierno.

LAS INVITADAS es un cuento fantástico ya que presenta un mundo natural cuyas reglas cambian para convertirse en otra cosa ¿quiénes son las niñas que llegan al cumpleaños? ¿por qué se presentan cuando no están los padres de Lucio?, ¿por qué él toma con tanta naturalidad esa visita? El narrador señala, cuando el niño les sale al encuentro: “Lucio se detuvo en la puerta del cuarto, ya parecía más grande”. De modo extraño el protagonista pasa por la experiencia de los pecados capitales personificados por niñas con nombres que riman con lo que representan, Teresa: pereza, Alicia: avaricia, Irma: ira, etc.

La llegada del “pecado”, en el mundo construido por Silvina Ocampo, implica la entrada en otra etapa para Lucio, por eso hacia el final del cuento la focalización está puesta en la criada y se lee en su monólogo interior indirecto: “…pero creo que Lucio se enamoró de una ¡la del regalo!, sólo por interés. Ella supo conquistarlo sin ser bonita. Las mujeres son peores que los varones. Es inútil”.
La mirada restringida de la criada produce una elipsis en la representación de que

Lucio ha elegido a Livia, la que simbolizaba el despertar del amor y su tránsito de la niñez a la adolescencia.
Relacionados con el paso de la niñez a la adolescencia a través del descubrimiento del amor (o sucedáneos) están los cuentos de Julio Cortázar LOS VENENOS y FINAL DEL JUEGO. Por varias razones estas historias se pueden tomar en paralelo. Por un lado, ambos cuentos son narrados por voces juveniles en primera persona y por otro, porque la historia que se va contando de alguna manera no es la principal, la que ocultan los narradores, es la que conmueve al lector.

En LOS VENENOS el narrador en primera persona, un niño, ubica al lector en Banfield en época de vacaciones, el disparador de la historia es la compra de una extraña máquina negra para matar hormigas cuya peligrosidad causa las mentiras y las exageraciones del mundo de los adultos. Según la abuela por tocar la lata de veneno tres chicos de Flores habían muerto retorciéndose.

El narrador enuncia desde su presente: “Me acuerdo que mi hermana vio venir a tío Carlos…” , es decir que la continuación del cuento es una analepsis, un recuerdo.
La historia sobre la máquina y los métodos para matar hormigas deja intersticios abiertos por los que el narrador cuenta sus juegos con Lila, la llegada del primo Hugo y cómo esa visita trastocará el mundo que él creía perfecto. Otra vez la focalización en una mirada infantil hace que la historia sea otra para los lectores quienes comprenden la relación que se establece entre Lila y Hugo en la que el narrador y su hermana quedan despechados. Hacia el final del cuento el niño lo descubre y en un impulso de ira, recarga la máquina con un exceso de veneno. Al igual que el personaje de Hernández se ha metamorfoseado a raíz de un descubrimiento doloroso. 

En FINAL DEL JUEGO la narradora en primera persona cuenta un juego de estatuas y actitudes que hacían ella y sus hermanas , una de ellas físicamente defectuosa: Leticia, en el terraplén del ferrocarril para que los pasajeros del tren las vieran. Como en LOS VENENOS la llegada de un personaje produce una ruptura y será causa de la metamorfosis infantil. Ariel, estudiante de un industrial, las cita a través de una nota que arroja por la ventanilla. Leticia, hacia quien iban dirigidas las intenciones de Ariel, no va a la cita y le da una carta a su hermana Holanda.

El contenido de la carta es una elipsis que debe reponer el lector. En el relato la narradora desconoce el contenido de la carta pero a partir de la mención de ésta y la estatua de despedida alhajada con joyas de la madre y la tía que quiere hacer Leticia, el mundo de los juegos y la fantasía infantil se acabará tal como lo señala Holanda: “Vas a ver que mañana se acaba el juego” Esta frase sentenciosa es una prolepsis porque de hecho el lector entiende que es eso lo que pasará.
La narradora enuncia desde el presente: “Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren”.
A partir de la oración citada el tiempo de la historia se va a señalar con claridad:
“Fue un martes cuando cayó el papelito”(…) ”pero eran las cuatro y media” (…) “El jueves yo hice la actitud del desaliento” (…)

En ambos cuentos de Cortázar la escisión del mundo infantil del de los adultos se marca a través del afuera al que los narradores aluden como “la puerta blanca”. El afuera es la libertad, un jardín con plantas y hamacas o el terraplén a la hora de la siesta. Los interiores son compartidos con familiares que retan y dan encargues u órdenes y hacen valoraciones desde una mirada que no condice con las de los niños.

En Vanka de Antón Chejov, un narrador en tercera persona, pero que mira a través de los ojos del niño, cuenta las desventuras de un huérfano alejado de su casa y de su abuelo para ir a aprender el oficio de zapatero en otra ciudad. El relato incluye una carta en primera persona redactada por el mismo Vanka. Al final del cuento el lector descubre que ésta nunca llegará a destino, su redacción se irá demorando por las descripciones del espacio y las prospecciones que hace el niño sobre lo que hará su abuelo en esos momentos.

En la carta están los recuerdos de Vanka y las referencias, en forma de analepsis, de lo que le ha pasado días anteriores: “Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican(…)”

Dentro del relato, por fuera de la carta, también abundan las analepsis en las que el niño recuerda su vida amable junto al abuelo en una temporalidad más alejada.
El desenlace se produce cuando Vanka echa la carta en un buzón. A causa de su inocencia no pone estampillas ni la envía por correo, ningún adulto se lo dijo. Por eso en el final él duerme tranquilo y el lector se queda con la incomodidad de saber que nadie leerá esa carta y que los sufrimientos de Vanka no acabarán. En la mirada infantil que por su naturaleza pierde las lógicas de la realidad está la carga del cuento. En el maltrato que recibe el niño y su desamparo puede leerse que irá perdiendo la inocencia.

Policiales con niños

Los dos cuentos policiales incluidos en esta colección El vástago de Silvina Ocampo y Si muriera antes de despertar de Irish, a pesar de haber sido elegidos por Borges y Bioy Casares para su famosa antología de cuentos policiales, son absolutamente diferentes.

El cuento de William Irish es un policial de enigma, según la clasificación de Todorov , en el que un niño, Tom, hace las veces de detective siguiendo las pistas que ha dejado una compañera secuestrada por un maniático.
La mirada está focalizada en un niño que vive dos veces la misma situación: la desaparición de compañeras del colegio. De la primera apenas tiene pinceladas de recuerdos. El narrador comienza enunciando en el presente: “No recuerdo mucho acerca de ella, porque yo tenía 9 años en ese entonces; ahora voy a cumplir 12. Lo que recuerdo con toda claridad son aquellas sus golosinas y que, de pronto, no la volvimos a ver”. A partir de esta cita, el narrador refiere en una analepsis su recuerdo sobre la relación entre él y la compañera, que por las escenas de diálogos que detienen la velocidad del relato y las pausas descriptivas que interrumpen la duración, crean mucho suspenso.

La focalización en el narrador infantil que dice tener pocos recuerdos –aunque muy descriptos - de la desafortunada Millie Adams, invitan al lector a reponer lo que le va faltando al relato, si bien las elipsis son bastante obvias: “El director de la escuela vino antes de las tres, acompañado de dos hombres vestidos de gris que parecían oficiales de policía” (…) “Un día, más o menos tres meses después de lo que acabo de relatar, vimos a miss Hammer, nuestra maestra, con los ojos enrojecidos como si hubiera llorado; eso fue en el momento en que sonaba la campana”

Cuando se produce la desaparición de la segunda niña, Tom quiere ayudar a su padre porque es el único que vio al hombre que las seducía con golosinas para matarlas en una casa del bosque, sin embargo, como el niño está castigado, debe escaparse para proseguir la investigación que se narrará en forma lineal. El lector va de la mano del narrador por los vericuetos de la historia en la que abundan, otra vez, las pausas para descripciones que retardan la acción del enfrentamiento con el asesino.
En este cuento la metamorfosis del niño se produce porque ayuda, sin tener conciencia de ello, a la policía a atrapar a un psicópata y por la experiencia violenta que le toca vivir. También cambiarán las valoraciones que recibe: “Mi padre se sacó la insignia y me la prendió en mi pijama”

El mundo de los adultos aparece en Si muriera antes de despertar, como cruel y represor tanto por parte de maestros como de padres, sin embargo todo está exagerado por la mirada de Tom.

Si se habla de un mundo en el que los grandes mortifican a niños, el cuento de Silvina Ocampo, EL VÁSTAGO, es uno de los mejores ejemplos. Este cuento clasificado como policial es en realidad, como casi todo lo de Silvina, inclasificable. La historia comparte con lo policial la muerte de un viejo a manos de su bisnieto, un niño entrenado sutilmente por sus familiares hartos de la maldad de este hombre extraño al que se menciona como Labuelo. La forma en la que está contada está historia, el relato, es lo que lo hace extraño y que no sea solamente un policial.
“Hasta en la manía de poner sobrenombres a las personas, Ángel Arturo se parece a Labuelo; fue él quien bautizó a este último y al gato, con el mismo nombre. Es una satisfacción pensar que Labuelo sufrió en carne propia lo que sufrieron otros por culpa de él. A mí me puso Tacho, a mi hermano Pingo y a mi cuñada Chica, para humillarla, pero Ángel Arturo lo marcó a él para siempre con el nombre de Labuelo. Este de algún modo proyectó sobre el vástago inocente, rasgos, muecas, personalidad: fue la última y
la más perfecta de sus venganzas”

En el inicio del cuento, este narrador en primera persona, desde el que se focalizará,
hace una prolepsis de lo que va a pasar en la historia. El lector desconcertado la entenderá recién al llegar al final del cuento. El narrador oculta a propósito muchos hechos cuyas elipsis es complicado completar, en algunos casos porque ni él mismo las sabe: “Por un extraño azar, Leticia no confesó que yo era el padre del hijo que iba a nacer. Quedé soltero. Sufrí ese atropello como una de las tantas fatalidades de mi vida. ¿Llegó a parecerme natural que Leticia durmiera con mi hermano? De ningún modo natural, pero sí obligatorio e inevitable”
¿Por qué Labuelo obliga a casarse al hermano con la amante de Tacho, el narrador? ¿Es que Leticia era amante de los dos? ¿O es nada más por el placer de hacer sufrir?

También en el relato abundan las analepsis y se demora en descripciones acerca de las torturas que les infligía el avaro y misterioso Labuelo a los jóvenes. El relato fascinante de las maldades del viejo cambia de tono cuando nace Ángel Arturo, a quien Labuelo le va a permitir jugar hasta con su pistola de nácar, la planificación del crimen es fácil para los tres cómplices quienes no saben que caerán en las redes del niño como lo habían estado en las del viejo.
“Ahora, Ángel Arturo tomó posesión de esta casa y nuestra venganza tal vez no sea sino venganza de Labuelo. Nunca pude vivir con Leticia como marido y mujer. Ángel Arturo con su enorme cabeza pegada a la puerta cancel, asistió, victorioso, a nuestras desventuras y al fin de nuestro amor. Por eso y desde entonces lo llamamos Labuelo”

Lo que hace extrañar al lector es la mansedumbre con la que los dos hermanos y Leticia aceptan un destino de sufrimiento, primero a manos de Labuelo y luego como herencia en Ángel Arturo, el vástago. Esto acercaría al cuento a las lindes de lo fantástico, en el que se toma como natural que un abuelo se vengue, después de muerto, en la figura de su bisnieto como si éste fuera su doble.
Como se ve en esta colección de cuentos con niños las metamorfosis hacia la madurez son de sesgos diferentes. Las hay de chicos que abandonan sus intereses en los juegos para volver la mirada hacia los atisbos del amor o del odio y en otros casos el tránsito hacia la pérdida de la inocencia se produce frente a la hostilidad del mundo de los adultos que no sólo no los entiende sino que también se complace frente a los sufrimientos. 

sábado, 13 de abril de 2019

Final del juego


Final del juego de Julio Cortázar

 Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino, los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.

    Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:  -Acabarán en la calle, estas mal nacidas.

    Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino. Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del granito Ä brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.

    Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía.  La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.

    Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo.. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho m s complicado y excitante porque a veces había alianzas contra.
    Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud. Los chicos que volvían del colegio gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y reboto hasta mí. era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntando los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien. 
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba.

    Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o -lo que era peor- que a último momento Uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.

    Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.

    El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.   Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.

    Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas.

    A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José. Al otro día me tocó a mí salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo  vimos llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris. Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo: "Éste lo llevaba Leticia un día", o: "Éste fue para la estatua oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero.

    Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con los ojos cerrados y grandes  lágrimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.



jueves, 4 de abril de 2019

LA FIESTA AJENA por Liliana Heker


LA FIESTA AJENA por Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que
darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo.

A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos
vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un
mono y todo.
 La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente
porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la
iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo
cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde,
después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de
salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.

La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a
Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.

Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era
de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
–¿Y vos quién sos?
–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no
te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros.
–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
–Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo.
También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.

Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. 

Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio
los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo".

La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer
desaparecer.
–¿Al chico? –gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó el mago.

Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago
hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
–Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: "Espérenme un momentito".
Ahí la madre pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó
cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

CUESTIONARIO Y ACTIVIDADES
1- Explicá las razones del título en relación con el contenido del cuento. 
2- a- Lee la siguiente explicación: 

"Gracias a la mirada o focalización -entre otros recursos, pero especialmente por este- ustedes y nosotros -como lectores- solemos ser manipulados. Es que si el narrador cuenta un acontecimiento desde determinado punto de vista, exige y espera que el lector adopte la misma posición que el observador, es decir que vea el hecho desde la mirada del que lo percibe: "manipula" al narratario para que adopte una perspectiva en particular. La conceptualización de este recurso literario -e incluso su uso- es bastante reciente. La focalización plantea siempre una restricción en la mirada del focalizador -que puede o no coincidir con el narrador-. Esa restricción genera tensión narrativa en la medida en que la parcialidad deja abierta la posibilidad de que los hechos hayan sido de otra forma, de que otro personaje valore, describa y juzgue con otro enfoque. 
Por otra parte, muchas veces el lector adulto, con la información que le provee el narrador a partir de la mirada de un personaje o del narrador mismo, comprende y descubre alguna situación o hecho que el mismo personaje no ha descubierto, o lo oculta, o al lector no le queda claro si el personaje no se da cuenta. Ese juego de saberes y ocultamientos son generadores de tensión" (Teoría y Práctica de la lectura y la escritura - Autor: Alcira Bas - Paula Labeur)

Por ejemplo, en Final del Juego de Julio Cortázar, el lector tiene que reponer los datos que la narradora no conoce: la carta de despedida, la frustración por la discapacidad, el deseo de abandonar el juego por haber perdido la mirada del otro, etc. Esto se debe a la mirada restricta de la narradora infantil ya que la focalización está en ella.  

b- Indicá - dando ejemplos- en que voz narrativa está contada "La Fiesta Ajena" de Heker; identificá los cambios en la focalización interna. ¿Quiénes saben la historia completa?  ¿Qué es lo que aprende Rosaura, la protagonista? 

c- PRODUCCIÓN: La fiesta ajena
tiene como protagonista a Rosaura, la hija de una empleada doméstica. La propuesta de escritura es que vuelvas a narrar la misma historia con un cambio de focalización. Para ello deberás tener en cuenta lo siguiente:
·         El narrador debe estar en tercera persona. 
  • La focalización debe estar centrada en la madre de la cumpleañera, Inés o en algún otro personaje de la historia. 
  • Como ayuda podés tener en cuenta estas preguntas: ¿Cómo sería este cuento desde otro punto de vista? ¿Terminaría igual? 

martes, 2 de abril de 2019

CUENTO Y PROTOCOLO DE ESCRITURA


LOS CABOS DE VELA

No era fácil ser hijo de un secuestrador, sobre todo si este era un idealista como fue mi padre que metía a los cautivos en nuestra casa para después pedir un rescate que ni siquiera alcanzaba a cubrir los gastos que ocasionaba tenerlos encerrados. A pesar de que yo detestaba su proceder nunca le había puesto objeciones aunque sí algunas veces critiqué a David, quien nunca corría los mismos peligros e igual participaba en las ganancias.

Mi padre era un artista del crimen, hacía su trabajo de forma artesanal y con unas dotes actorales envidiables: solía hacerse el ciego en las inmediaciones de supermercados y shoppings, calzándose unos anteojos oscuros que había robado en una casa de disfraces y tanteando el suelo con un bastón, que se había fabricado con un palo de escoba. Así salía a dar pena a las señoras bien vestidas o a los caballeros distraídos, a los que con el cuento de que lo guiaran unos metros, en pocos minutos metía en un auto destartalado que le conducía David, un antiguo compañero de colegio. David había vuelto como un paracaidista a su vida después de muchos años y, aunque papá a veces se cansaba de él y lo sacaba a empujones de casa, compartían recuerdos que los hacían cómplices y les seguían arrancando carcajadas que yo no comprendía. 


La señal para que no entrara yo a casa cuando volvía a la noche de la facultad, era un candelabro con una vela apagada junto a la puerta. Esa era la prueba de que había un secuestrado en mi dormitorio. Por eso, cuando hacía frío me causaba indignación tener que ir a acostarme al galpón del terreno baldío de al lado con una bolsa de dormir llena de agujeros. 

Más de una vez le pedí a mi padre que metiera ahí a los secuestrados pero él se negaba diciendo que había leído en los diarios que los delincuentes profesionales trataban bien a sus víctimas y él quería estar a la altura de las circunstancias. En realidad la verdadera víctima era yo, que trabajaba de día en una inmobiliaria para sostener la comida y el hobbie de malhechor de papá y de su amigo, y que al atardecer, iba a la universidad con el sueño de tener el título de médico algún día.
Por eso odio las velas, hasta cuando se corta la luz, si no tengo a mano una linterna, prefiero quedarme a oscuras. No tolero ir a los santuarios y ver los exvotos de velas derretidas. Mi madre, poco antes de morir, me obligó a ir con ella a no sé cuántos y ya en ese tiempo su olor me daba arcadas. Ahora me traen el recuerdo de las noches que pasaba en el galpón. En verano, sofocado y con la amenaza de que me atacara alguna alimaña, en invierno, trasnochado de frío y siempre traspasado por el terror de que viniera la policía y nos cargara a todos. No tenía valor para irme a otra parte porque me parecía que en mi cara iban a leerse las locuras de mi padre.

Papá se había entusiasmado con eso de los secuestros porque una tarde una vieja cargosa alhajada con anillos de brillantes lo había seguido caminando hasta casa. Una vez ahí, David, que había ido a tomar mate para pasar el tiempo, manoteó la cartera de lagarto de la mujer y la revisó. Dándose cuenta de que la vieja era muy rica, sugirió que en lugar de llamar a la policía para que la devolviera a su familia, sería mejor llamar a la casa de ella para que la recuperaran con un rescate.

En esa ocasión me mandaron a hablar a mí desde el bar de la esquina, sólo atiné a decir que había visto a la anciana en las inmediaciones del barrio El Turbio y después corté mientras un fuego ingobernable me trepaba por la espalda. Papá me dio un bofetazo cuando le conté lo que había hecho, no por el miedo a ser descubierto sino por mi falta de imaginación. – No sacó nada de mí, este infeliz- repetía furioso y me pegaba. Fue David el que evitó que me dejara marcado: - Dejalo al pibe que es medio sensiblero, que se reciba de médico así nos mantiene a los dos.
Supe después que a la vieja la dejaron en la estación de Martínez y que al rescate no lo cobraron nunca porque David, que había ordenado a los parientes largar una bolsa con dinero detrás de un semáforo en Libertador y Maure, vio desde un café que había mucha policía apostada y se escapó. En ningún momento temieron que la vieja los delatara porque con la arteriosclerosis que tenía ni siquiera lo habría notado el secuestro.

Así comenzó el periplo de papá como secuestrador de viejos copetudos. Todas las mañanas salía disfrazado hacia el centro. A veces la pegaba con alguno y ligaba algunos pesos que le servían para salir de juerga con David hasta que se les acababa la plata. Siempre eran secuestros cortos y si les parecía que la cosa podía complicarse largaban a las víctimas cerca de dónde las habían encontrado.

-Nuestra empresa prefiere apostar a lo seguro y no deja de hacerles un beneficio colateral a las familias- me decía papá sonriente pero con serias convicciones - Siempre hay viejitos de los que nadie se quiere ocupar, nosotros se los retenemos uno o dos días y les hacemos ver a hijos o sobrinos desnaturalizados que, esos ancianos que les legaron su fortuna y ellos dejan andar sueltos por la calle hablando con desconocidos y dándoles sus datos personales, son dignos de respeto y de cuidados. Nuestro lema es hacer rápido el trámite y con el menor riesgo posible.

Papá y David estaban convencidos de que hacían una labor social mientras mi corazón titilaba por el miedo como la maldita vela que me dejaban de contraseña en la puerta y que yo encendía en el galpón para ponerme a estudiar los parciales. Si bien estaba casi seguro de que los policías que patrullaban el barrio se hacían los que no veían los movimientos raros de mi casa, yo vivía en un eterno sobresalto.

Un atardecer David apareció en casa con un viejo bien trajeado, papá aún estaba durmiendo la siesta y yo pelaba unas papas para el puchero de la noche. Oí unos forcejeos pero no salí de la cocina. En el murmullo creí entender la palabra “imprudencia”. Después supe que David le había dado un golpe al tipo en un garaje y que había caminado con él unos metros por Libertador fingiendo que era su padre y estaba medio desvanecido. Era evidente que David quería dejar de actuar a la sombra de mi papá, aunque compartían por igual el dinero de los rescates, él tenía celos de las habilidades histriónicas para secuestrar sin herir y hasta dar seguridades a las víctimas de las que se jactaba siempre mi padre. Por eso el desenlace de ese sueño de bandoleros casi románticos se precipitó pronto, yo venía contento porque había aprobado un examen complicado de la facultad y cuando me bajé del colectivo, un tipo con el que nunca me había saludado y del que se decía por el barrio que tenía un arsenal escondido en un garaje, me advirtió que no volviera a casa, después se subió al colectivo como si estuviera huyendo. Como un imbécil no le obedecí y enfilé hacia casa por la calle de tierra. A escasos metros me llegaron al encuentro dos hombres con actitud amable que me escoltaron hasta adentro. Después de apoyar el manual Testud en la única mesa que teníamos, subí las empinadas escaleras y fui hacia mi dormitorio.

El viejo al que David había capturado el día anterior en el estacionamiento del shopping se acababa de tirar por la ventana después de ahogar a mi padre con mi almohada de plumas. Me sentí desolado. Sin decir palabra me senté a los pies de la cama y vi el plato de puchero frío volcado sobre la cómoda, pero no pude mirar la última mueca de mi padre. El aire gélido que entraba por la ventana aún abierta me hacía llorar los ojos y, esperando como un chico que aún cree que la muerte es sólo un sueño o un desmayo, que él se despertara, me dejé poner las esposas en silencio. Sólo después de un rato, y sin demostrar sentimientos, atiné a preguntar quién los había llamado.

-Un amigo de su padre que dijo venir a visitarlo después de varios de meses nos avisó. Está al lado con el juez. - Y a mí por qué me agarra. ¿De qué me está acusando?

De un empujón me metieron en el patrullero. Desde la ventanilla pude ver que también habían allanado el galpón que me servía de guarida. Allí David gesticulaba imitando a mi padre mientras hablaba con vecinos y curiosos que señalaban a los policías el piso lleno de cabos de vela en el que solía tirarme a estudiar. En ese instante de zozobra comprendí que para salvarse nos había traicionado. ¿Quién iba a creer que yo me sentía inocente de los secuestros de los viejos? Escondí la cara entre las manos esposadas para llorar de amargura e impotencia. 


Como no teníamos un peso pasé como cinco años en la cárcel, me quedé sin nada, no me pude recibir de médico sin embargo ahí me dejaron ayudar en la enfermería, porque a cada rato había tajeados que coser, contusos o quemados. Los penados en broma me llamaban el doctor y aunque se mataban a palos entre ellos a mí no me molestaba ninguno porque sabían que no les convenía.

Por ironías de la vida cada dos por tres se nos cortaba la electricidad y había que atender a luz de un candelabro. Eran noches largas, otra vez a la luz de una maldita vela.

En el juicio ni lo mencioné a David. Un punga del barrio me vino a visitar a los pocos días de mi encierro y me trajo una nota en la que él me decía que era mi única familia, que no tenía sentido que lo acusara porque por eso no me soltarían antes y que me vendría a visitar seguido si me hacía el otario ante los jueces. “Nadie te va a alcanzar ni in cigarrillo si yo también voy en cana”, terminaba su carta. Me convenció y así actué, total otario siempre había sido, no tenía amigos, escasamente había salido con mujeres, por lo tanto era agregar un poco más. Pasaron dos meses hasta que David se animó a venir por primera vez, el desgraciado estaba con la cola entre las patas, cuando le pregunté se disculpó con el cuento de que pensaba mucho en mi padre y que verme a mí le traía más grande su recuerdo. Para que se quedara tranquilo lo tomé de la muñeca y mirándolo a los ojos le dije que, aunque mi padre había muerto por culpa del viejo que él le había metido, yo no se la guardaba. Tiempo más tarde supe por el diariero, que de tanto en tanto caía a visitarme, que David estaba viviendo en la que había sido mi casa con una negra que había conocido en la tienda de retazos donde trabajaba. Por lo visto suponía que me habrían dado perpetua. Gracias a él no me faltaron las cinco tortas de cumpleaños, ni algún regalito en navidades. Pero cuando venía nos quedábamos mirándonos las caras, aburridos. A veces me apenaba por él, pobre tipo, venía por compromiso, por cargo de conciencia y eso de a poco me fue hartando, le pedí un domingo antes de las fiestas que no volviera más ¿para qué? Si faltaba poco para que me dejaran salir, ya nos veríamos fuera de esos muros negros. Vi su cara de susto y me quedé preocupado, pero por suerte no volvió.

El día que me iba del penal, hasta los canas estaban conmovidos, que ya no había pibes buenos como yo, que había sido compañero. En la enfermería también me festejaron y como recuerdo les pedí el candelabro que usábamos cuando se cortaba la luz. Bajé solo del colectivo, por todas partes resonaban los cohetes de año nuevo, estaba linda la calle que ya habían asfaltado. En la esquina el diariero festejaba haciéndose arrumacos con una pelirroja, la soltó de repente al verme, después me abrazó. Le palmeé la espalda y le guiñé un ojo a la mujer. Caminé esas cuadras mirando con avidez todo. Antes de ir a donde me esperaban pasé por la puerta de David. Con nostalgia miré la ventanita de mi pieza, ahí habían matado a papá y después de cinco años resonaba una cumbia a todo trapo, sentí la falta de respeto y descubrí que no había podido hacer el duelo por eso llegué casi llorando hasta lo del tipo del arsenal, aquel que me había advertido el día de la muerte que me alejara de la zona.

Me hizo pasar como si nada, en un cuartucho estaban tomando una sidra un par de hombres ya entonados mientras un señor mayor en silla de ruedas desarmaba un reloj grande de cocina. En la cárcel había oído de él. Me sirvieron un poco de bebida en una vaso grasiento. Puse los antihistamínicos y los psicotrópicos que me había robado de la farmacia del penal arriba de la mesa, el viejo de la silla los metió en una bolsa que colgó en un clavo. Después me llevó hasta el patio del fondo para que le diera el candelabro. Pasadas las doce de la noche le golpeé la puerta a David, ni me preguntó cómo lo había ubicado pero noté que una mueca absurda se le resbalaba por la papada. Me hizo pasar y me senté contento en el lugar de siempre y, aunque la negra mujer que vivía con él no quería, después la ayudé a lavar las copas y corté pan dulce. La casa era otra, impecable y lustrosa, tanto me gustó que le ofrecí a la mina dejarle el candelabro, lo apoyé arriba de la heladera, le iba a venir bien para usar velas en los cortes de luz.

Horas después comprobé que era cierto lo que me habían contado, el viejo de la silla de ruedas era un genio haciendo bombas. Si tengo que ser sincero, la verdad es que me dio un poco de pena saber que la que había volado era mi casa, habrá sido cierto eso que decía David de mí, que era un poco sensiblero. Para él, fue nada más que un fogonazo, yo pude descubrir que saqué algo de mi padre, también soy un artista del crimen. 


Protocolo de escritura a partir de elementos de la narratología 


La idea que generó la producción de este cuento fue la referencia de que alguien ponía una vela en la puerta de su departamento por si se cortaba la luz en el pasillo y que los vecinos se la robaban, así surgió la vela como seña en la puerta de la casa del narrador y el cuento que fui escribiendo a la larga no guardó ninguna relación con la anécdota.


En una primera escritura el cuento acababa cuando el protagonista iba preso y se cuestionaba su inocencia. Tiempo después le agregué la segunda parte, que se podría llamar de la venganza, esto produjo que tuviera que modificar levemente la primera como iré describiendo a continuación.
En la primera parte del cuento me interesó la construcción de una voz narrativa en primera persona y focalizar en ella, mi intención era que ese narrador, de alguna manera, manipulara al narratario introduciéndolo en su mundo para que pudiera hacerse creíble que ese personaje joven que va a la facultad y es bastante inocente, (“Y a mí por qué me agarra. ¿De qué me está acusando?”, ¿Quién iba a creer que yo me sentía inocente de los secuestros de los viejos?”) es de “verdad” una víctima de los manejos de su padre y del amigo.

Adrede su mirada está por momentos restringida, para plantearlo con claridad le agregué este párrafo : “David había vuelto como un paracaidista a su vida después de muchos años y, aunque papá a veces se cansaba de él y lo sacaba a empujones de casa, compartían recuerdos que los hacían cómplices y les seguían arrancando carcajadas que yo no comprendía” Me sentí tentada de que el narrador contara alguno de esos recuerdos pero después de imaginarlos, descarté la idea y escogí la elipsis: no importaba saber cuáles eran los recuerdos, ni por qué tenían diferencias el padre y el amigo. Lo dejé abierto preparando la posterior traición de David después de su fracaso imitando al compañero.
Me gustó desde la primera línea el tono resignado del protagonista y traté de mantenerlo -aunque se rompió en la segunda parte- , él sabe pero no se siente involucrado, sólo emite juicios de valor sobre David: “ algunas veces critiqué a David, quien nunca corría los mismos peligros e igual participaba en las ganancias.” El joven parece estar más interesado por sus estudios que por cuestionarse los delitos que se cometen a su alrededor. Hice centrar sus quejas en la incomodidad de tener que dormir en un galpón iluminado con velas y en el miedo que esto le producía. Flannery O´Connor dice que es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia, que los escritores imaginan una acción y luego seleccionan al personaje que la lleve a cabo y puedo decir que eso me pasó, seguí al personaje.

También me interesaba presentar al narrador como un antihéroe solitario, un poco en oposición al padre, a quien él admiraba. Para eso incluí una analepsis mencionando de manera lateral la muerte de la madre:” Mi madre, poco antes de morir, me obligó a ir con ella a no sé cuántos [santuarios] y ya en ese tiempo su olor me daba arcadas”. Para ahondar la idea de su soledad añadí: “total otario siempre había sido, no tenía amigos, escasamente había salido con mujeres, por lo tanto era agregar un poco más”. En un primer borrador decía que un sobrino había robado los anteojos en un cotillón y decidí cambiarlo: “y se calzaba los anteojos oscuros que uno de mis sobrinos había robado en una casa de cotillón”. Sacar del medio a posibles hermanos y otros sobrinos aumentaría la soledad. También le suprimí a los amigos. “ No tenía valor para irme a lo de algún amigo porque me parecía que en mi cara iban a leerse las locuras de mi padre” Para generar tensión narrativa quería presentar la oposición de dos mundos “amueblando” cada uno con pocas pinceladas: por un lado lo que suena elegante: Libertador, shopping, Martínez , con referencias a la cartera de lagarto, alhajada con anillos de brillantes, viejos copetudos, viejo bien trajeado, señoras bien vestidas. 

Por otro lado la pobreza, el barrio El Turbio, la única mesa que teníamos, anteojos oscuros robados en una casa de disfraces, un bastón fabricado con un palo de escoba, llamar por teléfono desde un bar, cortes de luz, auto destartalado, bolsa de dormir llena de agujeros, calle de tierra. Las elecciones las fui haciendo a medida que avanzaba la historia.
Por otro lado incluí pocos diálogos en estilo directo, apenas los necesarios para que se conozca a los personajes: “ – No sacó nada de mí, este infeliz- repetía furioso y me pegaba. Fue David el que evitó que me dejara marcado: - Dejalo al pibe que es medio sensiblero, que se reciba de médico así nos mantiene a los dos” Preferí el estilo indirecto para plasmar mejor la focalización y el indirecto libre: “le pedí un domingo antes de las fiestas que no volviera más ¿para qué? Si faltaba poco para que me dejaran salir, ya nos veríamos fuera de esos muros negros”

Busqué causar un efecto humorístico a través de la transgresión, de la violación de lo esperado, de la regla. Los personajes secuestran por poca plata, para irse de juerga, casi como un juego. Umberto Eco señala que lo cómico es liberador y subversivo, por eso el secuestro aparece metamorfoseado en labor social. En este sentido el narrador no hace valoraciones pero por oposición se lee que no comparte el ideario.

Me interesó darle velocidad al texto, no hay pausas para descripciones, salvo escuetas pinceladas para crear el mundo de la narración. Cuando el narrador va a la cárcel se resumen con pocos datos los cinco años: ahí me dejaron ayudar en la enfermería, cada dos por tres se nos cortaba la electricidad, pasaron dos meses hasta que David se animó a venir por primera vez. En la segunda parte, ya no hay tono resignado y en su lenguaje puse términos lunfardos para que en él convivan el registro culto y el vulgar dada su condición de estudiante universitario y presidiario, por ejemplo: punga, otario, mina o frases como: no se la guardaba, con la cola entre las patas, como éramos unos secos. Cambié la palabra “cafúa” por cárcel porque la primera perdió vigencia, sonaba como un arcaísmo del lunfardo.

Quería que el narrador se vengara de David y que el desenlace tuviera alguna relación con las velas, que eran como un leiv motiv del cuento, por eso escribí que al irse del penal le regalaron el candelabro y apenas salió lo llevó “a la casa del tipo del arsenal” que había sido nombrado de pasada unos cuantos párrafos antes. También me interesaba la relación del personaje con el afuera, aunque expresamente hice que el narrador ocultara la información, sólo se mencionan un punga y el diariero.
En cuanto al relato tiene pocas rupturas, es lineal hasta la analepsis en la que se hace referencia a la madre, y en el desenlace el lector descubre que el narrador enuncia desde el presente: “también soy un artista del crimen”