martes, 2 de abril de 2019

CUENTO Y PROTOCOLO DE ESCRITURA


LOS CABOS DE VELA

No era fácil ser hijo de un secuestrador, sobre todo si este era un idealista como fue mi padre que metía a los cautivos en nuestra casa para después pedir un rescate que ni siquiera alcanzaba a cubrir los gastos que ocasionaba tenerlos encerrados. A pesar de que yo detestaba su proceder nunca le había puesto objeciones aunque sí algunas veces critiqué a David, quien nunca corría los mismos peligros e igual participaba en las ganancias.

Mi padre era un artista del crimen, hacía su trabajo de forma artesanal y con unas dotes actorales envidiables: solía hacerse el ciego en las inmediaciones de supermercados y shoppings, calzándose unos anteojos oscuros que había robado en una casa de disfraces y tanteando el suelo con un bastón, que se había fabricado con un palo de escoba. Así salía a dar pena a las señoras bien vestidas o a los caballeros distraídos, a los que con el cuento de que lo guiaran unos metros, en pocos minutos metía en un auto destartalado que le conducía David, un antiguo compañero de colegio. David había vuelto como un paracaidista a su vida después de muchos años y, aunque papá a veces se cansaba de él y lo sacaba a empujones de casa, compartían recuerdos que los hacían cómplices y les seguían arrancando carcajadas que yo no comprendía. 


La señal para que no entrara yo a casa cuando volvía a la noche de la facultad, era un candelabro con una vela apagada junto a la puerta. Esa era la prueba de que había un secuestrado en mi dormitorio. Por eso, cuando hacía frío me causaba indignación tener que ir a acostarme al galpón del terreno baldío de al lado con una bolsa de dormir llena de agujeros. 

Más de una vez le pedí a mi padre que metiera ahí a los secuestrados pero él se negaba diciendo que había leído en los diarios que los delincuentes profesionales trataban bien a sus víctimas y él quería estar a la altura de las circunstancias. En realidad la verdadera víctima era yo, que trabajaba de día en una inmobiliaria para sostener la comida y el hobbie de malhechor de papá y de su amigo, y que al atardecer, iba a la universidad con el sueño de tener el título de médico algún día.
Por eso odio las velas, hasta cuando se corta la luz, si no tengo a mano una linterna, prefiero quedarme a oscuras. No tolero ir a los santuarios y ver los exvotos de velas derretidas. Mi madre, poco antes de morir, me obligó a ir con ella a no sé cuántos y ya en ese tiempo su olor me daba arcadas. Ahora me traen el recuerdo de las noches que pasaba en el galpón. En verano, sofocado y con la amenaza de que me atacara alguna alimaña, en invierno, trasnochado de frío y siempre traspasado por el terror de que viniera la policía y nos cargara a todos. No tenía valor para irme a otra parte porque me parecía que en mi cara iban a leerse las locuras de mi padre.

Papá se había entusiasmado con eso de los secuestros porque una tarde una vieja cargosa alhajada con anillos de brillantes lo había seguido caminando hasta casa. Una vez ahí, David, que había ido a tomar mate para pasar el tiempo, manoteó la cartera de lagarto de la mujer y la revisó. Dándose cuenta de que la vieja era muy rica, sugirió que en lugar de llamar a la policía para que la devolviera a su familia, sería mejor llamar a la casa de ella para que la recuperaran con un rescate.

En esa ocasión me mandaron a hablar a mí desde el bar de la esquina, sólo atiné a decir que había visto a la anciana en las inmediaciones del barrio El Turbio y después corté mientras un fuego ingobernable me trepaba por la espalda. Papá me dio un bofetazo cuando le conté lo que había hecho, no por el miedo a ser descubierto sino por mi falta de imaginación. – No sacó nada de mí, este infeliz- repetía furioso y me pegaba. Fue David el que evitó que me dejara marcado: - Dejalo al pibe que es medio sensiblero, que se reciba de médico así nos mantiene a los dos.
Supe después que a la vieja la dejaron en la estación de Martínez y que al rescate no lo cobraron nunca porque David, que había ordenado a los parientes largar una bolsa con dinero detrás de un semáforo en Libertador y Maure, vio desde un café que había mucha policía apostada y se escapó. En ningún momento temieron que la vieja los delatara porque con la arteriosclerosis que tenía ni siquiera lo habría notado el secuestro.

Así comenzó el periplo de papá como secuestrador de viejos copetudos. Todas las mañanas salía disfrazado hacia el centro. A veces la pegaba con alguno y ligaba algunos pesos que le servían para salir de juerga con David hasta que se les acababa la plata. Siempre eran secuestros cortos y si les parecía que la cosa podía complicarse largaban a las víctimas cerca de dónde las habían encontrado.

-Nuestra empresa prefiere apostar a lo seguro y no deja de hacerles un beneficio colateral a las familias- me decía papá sonriente pero con serias convicciones - Siempre hay viejitos de los que nadie se quiere ocupar, nosotros se los retenemos uno o dos días y les hacemos ver a hijos o sobrinos desnaturalizados que, esos ancianos que les legaron su fortuna y ellos dejan andar sueltos por la calle hablando con desconocidos y dándoles sus datos personales, son dignos de respeto y de cuidados. Nuestro lema es hacer rápido el trámite y con el menor riesgo posible.

Papá y David estaban convencidos de que hacían una labor social mientras mi corazón titilaba por el miedo como la maldita vela que me dejaban de contraseña en la puerta y que yo encendía en el galpón para ponerme a estudiar los parciales. Si bien estaba casi seguro de que los policías que patrullaban el barrio se hacían los que no veían los movimientos raros de mi casa, yo vivía en un eterno sobresalto.

Un atardecer David apareció en casa con un viejo bien trajeado, papá aún estaba durmiendo la siesta y yo pelaba unas papas para el puchero de la noche. Oí unos forcejeos pero no salí de la cocina. En el murmullo creí entender la palabra “imprudencia”. Después supe que David le había dado un golpe al tipo en un garaje y que había caminado con él unos metros por Libertador fingiendo que era su padre y estaba medio desvanecido. Era evidente que David quería dejar de actuar a la sombra de mi papá, aunque compartían por igual el dinero de los rescates, él tenía celos de las habilidades histriónicas para secuestrar sin herir y hasta dar seguridades a las víctimas de las que se jactaba siempre mi padre. Por eso el desenlace de ese sueño de bandoleros casi románticos se precipitó pronto, yo venía contento porque había aprobado un examen complicado de la facultad y cuando me bajé del colectivo, un tipo con el que nunca me había saludado y del que se decía por el barrio que tenía un arsenal escondido en un garaje, me advirtió que no volviera a casa, después se subió al colectivo como si estuviera huyendo. Como un imbécil no le obedecí y enfilé hacia casa por la calle de tierra. A escasos metros me llegaron al encuentro dos hombres con actitud amable que me escoltaron hasta adentro. Después de apoyar el manual Testud en la única mesa que teníamos, subí las empinadas escaleras y fui hacia mi dormitorio.

El viejo al que David había capturado el día anterior en el estacionamiento del shopping se acababa de tirar por la ventana después de ahogar a mi padre con mi almohada de plumas. Me sentí desolado. Sin decir palabra me senté a los pies de la cama y vi el plato de puchero frío volcado sobre la cómoda, pero no pude mirar la última mueca de mi padre. El aire gélido que entraba por la ventana aún abierta me hacía llorar los ojos y, esperando como un chico que aún cree que la muerte es sólo un sueño o un desmayo, que él se despertara, me dejé poner las esposas en silencio. Sólo después de un rato, y sin demostrar sentimientos, atiné a preguntar quién los había llamado.

-Un amigo de su padre que dijo venir a visitarlo después de varios de meses nos avisó. Está al lado con el juez. - Y a mí por qué me agarra. ¿De qué me está acusando?

De un empujón me metieron en el patrullero. Desde la ventanilla pude ver que también habían allanado el galpón que me servía de guarida. Allí David gesticulaba imitando a mi padre mientras hablaba con vecinos y curiosos que señalaban a los policías el piso lleno de cabos de vela en el que solía tirarme a estudiar. En ese instante de zozobra comprendí que para salvarse nos había traicionado. ¿Quién iba a creer que yo me sentía inocente de los secuestros de los viejos? Escondí la cara entre las manos esposadas para llorar de amargura e impotencia. 


Como no teníamos un peso pasé como cinco años en la cárcel, me quedé sin nada, no me pude recibir de médico sin embargo ahí me dejaron ayudar en la enfermería, porque a cada rato había tajeados que coser, contusos o quemados. Los penados en broma me llamaban el doctor y aunque se mataban a palos entre ellos a mí no me molestaba ninguno porque sabían que no les convenía.

Por ironías de la vida cada dos por tres se nos cortaba la electricidad y había que atender a luz de un candelabro. Eran noches largas, otra vez a la luz de una maldita vela.

En el juicio ni lo mencioné a David. Un punga del barrio me vino a visitar a los pocos días de mi encierro y me trajo una nota en la que él me decía que era mi única familia, que no tenía sentido que lo acusara porque por eso no me soltarían antes y que me vendría a visitar seguido si me hacía el otario ante los jueces. “Nadie te va a alcanzar ni in cigarrillo si yo también voy en cana”, terminaba su carta. Me convenció y así actué, total otario siempre había sido, no tenía amigos, escasamente había salido con mujeres, por lo tanto era agregar un poco más. Pasaron dos meses hasta que David se animó a venir por primera vez, el desgraciado estaba con la cola entre las patas, cuando le pregunté se disculpó con el cuento de que pensaba mucho en mi padre y que verme a mí le traía más grande su recuerdo. Para que se quedara tranquilo lo tomé de la muñeca y mirándolo a los ojos le dije que, aunque mi padre había muerto por culpa del viejo que él le había metido, yo no se la guardaba. Tiempo más tarde supe por el diariero, que de tanto en tanto caía a visitarme, que David estaba viviendo en la que había sido mi casa con una negra que había conocido en la tienda de retazos donde trabajaba. Por lo visto suponía que me habrían dado perpetua. Gracias a él no me faltaron las cinco tortas de cumpleaños, ni algún regalito en navidades. Pero cuando venía nos quedábamos mirándonos las caras, aburridos. A veces me apenaba por él, pobre tipo, venía por compromiso, por cargo de conciencia y eso de a poco me fue hartando, le pedí un domingo antes de las fiestas que no volviera más ¿para qué? Si faltaba poco para que me dejaran salir, ya nos veríamos fuera de esos muros negros. Vi su cara de susto y me quedé preocupado, pero por suerte no volvió.

El día que me iba del penal, hasta los canas estaban conmovidos, que ya no había pibes buenos como yo, que había sido compañero. En la enfermería también me festejaron y como recuerdo les pedí el candelabro que usábamos cuando se cortaba la luz. Bajé solo del colectivo, por todas partes resonaban los cohetes de año nuevo, estaba linda la calle que ya habían asfaltado. En la esquina el diariero festejaba haciéndose arrumacos con una pelirroja, la soltó de repente al verme, después me abrazó. Le palmeé la espalda y le guiñé un ojo a la mujer. Caminé esas cuadras mirando con avidez todo. Antes de ir a donde me esperaban pasé por la puerta de David. Con nostalgia miré la ventanita de mi pieza, ahí habían matado a papá y después de cinco años resonaba una cumbia a todo trapo, sentí la falta de respeto y descubrí que no había podido hacer el duelo por eso llegué casi llorando hasta lo del tipo del arsenal, aquel que me había advertido el día de la muerte que me alejara de la zona.

Me hizo pasar como si nada, en un cuartucho estaban tomando una sidra un par de hombres ya entonados mientras un señor mayor en silla de ruedas desarmaba un reloj grande de cocina. En la cárcel había oído de él. Me sirvieron un poco de bebida en una vaso grasiento. Puse los antihistamínicos y los psicotrópicos que me había robado de la farmacia del penal arriba de la mesa, el viejo de la silla los metió en una bolsa que colgó en un clavo. Después me llevó hasta el patio del fondo para que le diera el candelabro. Pasadas las doce de la noche le golpeé la puerta a David, ni me preguntó cómo lo había ubicado pero noté que una mueca absurda se le resbalaba por la papada. Me hizo pasar y me senté contento en el lugar de siempre y, aunque la negra mujer que vivía con él no quería, después la ayudé a lavar las copas y corté pan dulce. La casa era otra, impecable y lustrosa, tanto me gustó que le ofrecí a la mina dejarle el candelabro, lo apoyé arriba de la heladera, le iba a venir bien para usar velas en los cortes de luz.

Horas después comprobé que era cierto lo que me habían contado, el viejo de la silla de ruedas era un genio haciendo bombas. Si tengo que ser sincero, la verdad es que me dio un poco de pena saber que la que había volado era mi casa, habrá sido cierto eso que decía David de mí, que era un poco sensiblero. Para él, fue nada más que un fogonazo, yo pude descubrir que saqué algo de mi padre, también soy un artista del crimen. 


Protocolo de escritura a partir de elementos de la narratología 


La idea que generó la producción de este cuento fue la referencia de que alguien ponía una vela en la puerta de su departamento por si se cortaba la luz en el pasillo y que los vecinos se la robaban, así surgió la vela como seña en la puerta de la casa del narrador y el cuento que fui escribiendo a la larga no guardó ninguna relación con la anécdota.


En una primera escritura el cuento acababa cuando el protagonista iba preso y se cuestionaba su inocencia. Tiempo después le agregué la segunda parte, que se podría llamar de la venganza, esto produjo que tuviera que modificar levemente la primera como iré describiendo a continuación.
En la primera parte del cuento me interesó la construcción de una voz narrativa en primera persona y focalizar en ella, mi intención era que ese narrador, de alguna manera, manipulara al narratario introduciéndolo en su mundo para que pudiera hacerse creíble que ese personaje joven que va a la facultad y es bastante inocente, (“Y a mí por qué me agarra. ¿De qué me está acusando?”, ¿Quién iba a creer que yo me sentía inocente de los secuestros de los viejos?”) es de “verdad” una víctima de los manejos de su padre y del amigo.

Adrede su mirada está por momentos restringida, para plantearlo con claridad le agregué este párrafo : “David había vuelto como un paracaidista a su vida después de muchos años y, aunque papá a veces se cansaba de él y lo sacaba a empujones de casa, compartían recuerdos que los hacían cómplices y les seguían arrancando carcajadas que yo no comprendía” Me sentí tentada de que el narrador contara alguno de esos recuerdos pero después de imaginarlos, descarté la idea y escogí la elipsis: no importaba saber cuáles eran los recuerdos, ni por qué tenían diferencias el padre y el amigo. Lo dejé abierto preparando la posterior traición de David después de su fracaso imitando al compañero.
Me gustó desde la primera línea el tono resignado del protagonista y traté de mantenerlo -aunque se rompió en la segunda parte- , él sabe pero no se siente involucrado, sólo emite juicios de valor sobre David: “ algunas veces critiqué a David, quien nunca corría los mismos peligros e igual participaba en las ganancias.” El joven parece estar más interesado por sus estudios que por cuestionarse los delitos que se cometen a su alrededor. Hice centrar sus quejas en la incomodidad de tener que dormir en un galpón iluminado con velas y en el miedo que esto le producía. Flannery O´Connor dice que es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia, que los escritores imaginan una acción y luego seleccionan al personaje que la lleve a cabo y puedo decir que eso me pasó, seguí al personaje.

También me interesaba presentar al narrador como un antihéroe solitario, un poco en oposición al padre, a quien él admiraba. Para eso incluí una analepsis mencionando de manera lateral la muerte de la madre:” Mi madre, poco antes de morir, me obligó a ir con ella a no sé cuántos [santuarios] y ya en ese tiempo su olor me daba arcadas”. Para ahondar la idea de su soledad añadí: “total otario siempre había sido, no tenía amigos, escasamente había salido con mujeres, por lo tanto era agregar un poco más”. En un primer borrador decía que un sobrino había robado los anteojos en un cotillón y decidí cambiarlo: “y se calzaba los anteojos oscuros que uno de mis sobrinos había robado en una casa de cotillón”. Sacar del medio a posibles hermanos y otros sobrinos aumentaría la soledad. También le suprimí a los amigos. “ No tenía valor para irme a lo de algún amigo porque me parecía que en mi cara iban a leerse las locuras de mi padre” Para generar tensión narrativa quería presentar la oposición de dos mundos “amueblando” cada uno con pocas pinceladas: por un lado lo que suena elegante: Libertador, shopping, Martínez , con referencias a la cartera de lagarto, alhajada con anillos de brillantes, viejos copetudos, viejo bien trajeado, señoras bien vestidas. 

Por otro lado la pobreza, el barrio El Turbio, la única mesa que teníamos, anteojos oscuros robados en una casa de disfraces, un bastón fabricado con un palo de escoba, llamar por teléfono desde un bar, cortes de luz, auto destartalado, bolsa de dormir llena de agujeros, calle de tierra. Las elecciones las fui haciendo a medida que avanzaba la historia.
Por otro lado incluí pocos diálogos en estilo directo, apenas los necesarios para que se conozca a los personajes: “ – No sacó nada de mí, este infeliz- repetía furioso y me pegaba. Fue David el que evitó que me dejara marcado: - Dejalo al pibe que es medio sensiblero, que se reciba de médico así nos mantiene a los dos” Preferí el estilo indirecto para plasmar mejor la focalización y el indirecto libre: “le pedí un domingo antes de las fiestas que no volviera más ¿para qué? Si faltaba poco para que me dejaran salir, ya nos veríamos fuera de esos muros negros”

Busqué causar un efecto humorístico a través de la transgresión, de la violación de lo esperado, de la regla. Los personajes secuestran por poca plata, para irse de juerga, casi como un juego. Umberto Eco señala que lo cómico es liberador y subversivo, por eso el secuestro aparece metamorfoseado en labor social. En este sentido el narrador no hace valoraciones pero por oposición se lee que no comparte el ideario.

Me interesó darle velocidad al texto, no hay pausas para descripciones, salvo escuetas pinceladas para crear el mundo de la narración. Cuando el narrador va a la cárcel se resumen con pocos datos los cinco años: ahí me dejaron ayudar en la enfermería, cada dos por tres se nos cortaba la electricidad, pasaron dos meses hasta que David se animó a venir por primera vez. En la segunda parte, ya no hay tono resignado y en su lenguaje puse términos lunfardos para que en él convivan el registro culto y el vulgar dada su condición de estudiante universitario y presidiario, por ejemplo: punga, otario, mina o frases como: no se la guardaba, con la cola entre las patas, como éramos unos secos. Cambié la palabra “cafúa” por cárcel porque la primera perdió vigencia, sonaba como un arcaísmo del lunfardo.

Quería que el narrador se vengara de David y que el desenlace tuviera alguna relación con las velas, que eran como un leiv motiv del cuento, por eso escribí que al irse del penal le regalaron el candelabro y apenas salió lo llevó “a la casa del tipo del arsenal” que había sido nombrado de pasada unos cuantos párrafos antes. También me interesaba la relación del personaje con el afuera, aunque expresamente hice que el narrador ocultara la información, sólo se mencionan un punga y el diariero.
En cuanto al relato tiene pocas rupturas, es lineal hasta la analepsis en la que se hace referencia a la madre, y en el desenlace el lector descubre que el narrador enuncia desde el presente: “también soy un artista del crimen”

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